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PERSONAJE

Ascensión y caída de Rachida Dati

Antonio Jiménez Barca

Un día de 2004, en uno de esos barrios miserables y violentos cosidos a las afueras de París, el por entonces todopoderoso ministro del Interior Nicolas Sarkozy, de visita por la zona, se puso a discutir con un joven gigantón que le recriminaba su comportamiento de político. Una mujer de la comitiva, guapa, delgada, morena, se acercó y de una colleja le quitó la gorra al chaval.

Oye tú, para hablar con el ministro, uno se descubre antes, ¿vale?

El adolescente enmudeció y el ministro con más futuro de Francia se fijó por primera vez en esa mujer determinada que trabajaba para él como consejera técnica y que, cuando quería, era capaz de hablar el mismo idioma que los macarras de las periferias pobres de Francia.

Recientemente se le oyó decir a una amiga que 'no podía más' de aburrimiento y frustración en su escaño europeo. Parece vencida. Sólo parece

Esa mujer, Rachida Dati, fue, en efecto, niña pobre de familia musulmana, y, con los años, la política más famosa y más popular de la era Sarkozy, ministra de Justicia y colaboradora favorita del presidente de la República durante unos meses cruciales en los que acumuló un poder casi ilimitado. Llegó ahí guiada sólo por su ambición, su inteligencia práctica, su capacidad para acercarse a los que cuentan, su instinto de supervivencia y las ganas de salir de su infancia y su barrio, y habitar el territorio reservado de los elegidos. Se convirtió en símbolo y se aprovechó de ello. Supo llegar, pero no mantenerse, tal vez porque forzó demasiado o porque lo quiso todo o tal vez porque no la admitieron nunca, y acabó cayendo en desgracia, criticada, destituida del ministerio, recluida en un puesto de segunda en el Parlamento Europeo y presa (o instigadora, según algunos) de chismes político-sexuales del Elíseo que acaban en asuntos de Estado, como el ocurrido hace semanas sobre la separación de Sarkozy y Carla Bruni. Nadie recuerda una medida suya en el Ministerio de Justicia. Pero su vida (sus varias vidas), su ascenso rutilante y su desplome han merecido -y merecerán- libros, documentales y cientos de portadas en revistas que jamás se cansan de reclamarla.

Rachida Dati nació en 1965 en Chalon-sur-Saône (Borgoña), una ciudad de 50.000 habitantes. Y vivió en un barrio apartado, lejos del centro, compuesto de altos edificios de pisos sociales habitados por inmigrantes. Su padre, de origen argelino, autoritario y tradicional, era albañil o parado; su madre, marroquí, callada, sumisa, casi analfabeta, se ocupaba de la casa. Rachida fue la segunda de 12 hermanos de una familia que necesitó la ayuda de los servicios asistenciales para salir adelante. Estudió en un colegio estricto y católico llamado El Deber después de que su padre descubriera, tras trabajar allí como peón, que dentro su hija disfrutaría más oportunidades. Fue la única musulmana de ese colegio, en el que sacó buenas notas. A los 18 años, mientras estudiaba Medicina, se aficionó a leer revistas de actualidad, memorizaba el Who is who francés y coleccionaba recortes sobre personalidades de la cúspide de la sociedad a la que estaba decidida a atornillarse.

Sólo necesitaba una rendija y la encontró en forma de una fiesta en la Embajada de Argelia en París para la que consiguió una invitación. No era nadie, pero conocía las caras de los que mandaban de estudiarlas en las revistas. Avistó al por entonces ministro de Justicia, Albin Chalandon, se hizo un hueco entre la muchedumbre y se presentó.

-Era alguien a quien uno necesariamente tenía que ayudar, alguien que te convencía de que la tenías que ayudar -confesó Chalandon, su primer mentor, el que le ayudó a conseguir su primer empleo, en un documental titulado Dati, la ambiciosa, emitido en 2009 por la cadena franco-alemana Arte.

Así fue siempre. Se acercaba a un poderoso que le servía de trampolín y se propulsaba. Zigzagueó por lo mejor de la sociedad amparándose en su pasado de chica de barrio pobre y en un contexto favorable, el de los años ochenta, en el que la sociedad francesa descubría, con cierto complejo de culpa, a los hijos de inmigrantes nacidos en Francia y arrinconados en las afueras.

Pero a los 27 años, cuando ya sabía lo que significaba ser una mujer emancipada, viajó a Chalon-sur-Saône a casarse a la fuerza con un argelino casi desconocido por mandato de su padre. Poco después anuló el matrimonio y regresó a París, más libre que nunca. Hacía años que se había liberado de la cárcel de pobreza sin horizonte de su barrio; ahora lo hacía de otra aún más estrecha: la de la autoridad de un padre hacia una hija díscola.

Jamás se apuntó a ninguna asociación, ni de izquierdas ni de derechas; trepó por libre. Se aficionó a escribir cartas a los poderosos, independientemente de su ideología, presentándose, postulándose. Se hizo juez sin un buen expediente académico gracias a la ayuda de otra ex ministra, la recientemente elegida académica Simone Veil. Conoció a Sarkozy en los tiempos en los que éste ocupaba el Ministerio del Interior y le atosigó a cartas hasta que consiguió una entrevista personal en la que, según ella misma ha confesado, no dejó hablar al otro hasta que lo tuvo convencido. Comenzó a trabajar como consejera técnica en asuntos de delincuencia. Se hizo notar el día de la colleja al chaval de la gorra: la segunda rendija importante de su vida por la que supo colarse.

Sin embargo, para llegar al selecto primer círculo de poder necesitaba algo más. Mientras asistía a reuniones a las que no estaba invitada, aprendía los entresijos de un ministerio complejo y se empapaba de sabiduría política aplicada, aguardó una nueva oportunidad. Y la encontró en la crisis matrimonial en la que naufragaba Sarkozy y su esposa de entonces, Cecilia. Donde otros se habrían apartado para no quemarse, ella se arrimó. Se convirtió en confidente de la pareja recién separada: leía a Nicolas los mensajes que Cecilia mandaba a Rachida al móvil. Cuando llegó la reconciliación, poco antes de que Sarkozy decidiera lanzarse hacia el Elíseo, se había instalado hábilmente al lado de la pareja triunfante, gozando de la amistad inquebrantable de ambos.

Fue nombrada portavoz de la candidatura. Apabulló con su desparpajo ante las cámaras. Comenzó a forjarse el mito. Y unos días después de que Sarkozy fuera proclamado presidente de la República, le comunicó que la iba a nombrar ministra de Justicia.

-No llores. Ya sabes que a él no le gustan las mujeres que lloran-, le sopló Cecilia cuando a Rachida le empezaron a temblar los ojos.

No entró con buen pie en el ministerio. Su carácter colérico, autoritario y despótico la distanció pronto de muchos colaboradores. Encargaba un discurso, llamaba a medianoche para rehacerlo, volvía a llamar a la mañana siguiente temprano para rehacerlo de nuevo y al final no lo usaba. Además, muchos magistrados, funcionarios de alto nivel y personal jurídico de un ministerio algo elitista no soportaron nunca que una hija de musulmanes advenediza sin una verdadera carrera judicial, salida de los barrios más bajos, viniera a decirles lo que tenían que hacer. En el libro Belle amie, los periodistas Yves Derai y Michaël Darmon describen una escena reveladora: un grupo de fiscales la esperaba para una reunión oficial. Uno de ellos soltó, entre las risas de los otros: "¿Y ella qué va a traer, el té?".

Para colmo, con los funcionarios molestos por la falta de medios, con una oleada de suicidios en las cárceles, con una serie de reformas contestadas, en diciembre de 2007 apareció en la portada de Paris Match posando con un vestido rosa de Christian Dior que, por cierto, se negó a devolver tras la sesión de fotos. Jamás una ministra de Justicia se había atrevido a tanto. Jamás una chica de barrio había llegado tan lejos, incluso más allá de su prefijado destino de símbolo de una sociedad multicultural. Dati lo quería todo: el poder, el dinero y el glamour de élite. Esa portada esplendorosa marcó su cima. Y el principio de la caída.

Las críticas arreciaron. El favor del presidente comenzó a escasear. Y ella cada vez veía menos formas de recuperarlo, ni siquiera recurriendo a su arma secreta: a esas alturas, separado definitivamente de Cecilia, Sarkozy vivía con Carla Bruni, no muy amiga de Dati.

En septiembre de 2008, Francia supo que su ministra más vilipendiada (pero más popular), la campeona de las revistas (esas que ella recortaba cuando tenía 18 años), se encontraba embarazada. Se desataron rumores de todo tipo sobre el padre, sobre todo los que apuntaban al fiscal general de Qatar, el multimillonario Ali al Marri. Ella se limitó a decir: "Mi vida sentimental es muy complicada".

Sentenciada políticamente, poco después de dar a luz abandonó el Gobierno. En junio de 2009 ocupó su anodino escaño como eurodiputada en Bruselas, lejos de París. Dos meses después se grabó una conversación en la que confesaba a una amiga que "no podía más" de aburrimiento y frustración. Privada de coche oficial, no es raro verla en el tren París-Bruselas, camino de su despacho. Parece vencida. Parece.

Hace unas semanas, cuando desde el entorno de Sarkozy la acusaron de filtrar el rumor de que éste y Bruni se separaban, compareció en una radio para dejar las cosas claras: "No tengo miedo a nada, pero todo esto tiene que acabar de una vez".

Ya no es símbolo de nada, ya no encarna a la chica pobre que triunfa. Tal vez ella nunca quiso hacerlo, limitándose a dejar el barrio lo más atrás posible. Pero que nadie la dé por acabada. Rachida Dati ha demostrado ser capaz de habitar muchas vidas diferentes y de no quedarse mucho tiempo donde no quiere. 

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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