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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Escenas de efímera exasperación III

Javier Marías

Escena decimotercera. Uno va con prisa, sea a pie o en autobús o en taxi. Tal vez va a coger un tren o un avión, los primeros no esperan y los segundos sí, se eternizan, pero nunca por los pasajeros. Se encuentra con un caos anormal de tráfico, y hay que insistir en lo de anormal porque caos lo hay siempre en nuestras localidades. El motivo: una manifestación que por supuesto discurre por el centro de la ciudad, la cual por lo tanto se ve afectada en su totalidad. En ningún país como en España -y en ningún sitio como en Madrid- hay tantas manifestaciones, varias al día, y por las cuestiones más nimias, superfluas, imbéciles o peregrinas. En ningún otro lugar se permitiría que alteraran y entorpecieran, jornada tras jornada, la vida y el trabajo de la población. Por muchas personas que acudan a ellas, siempre serán pocas en comparación con el conjunto de los habitantes, luego se consiente continuamente que una minoría haga -a menudo por naderías- la vida imposible a los demás. Lo más absurdo y llamativo del caso es que, por su sobreabundancia, está comprobado que las manifestaciones españolas han dejado de ser eficaces y no sirven para nada, quiero decir para lograr sus propósitos de cambiar una disposición o una ley. Si los agraviados por los parquímetros no salieron a la calle veinte veces, no salieron ninguna. El Ayuntamiento hizo oídos sordos, como ya se sabía desde la primera, ningún político rectifica nada porque se le proteste en la calle. Creo haber asistido a cinco manifestaciones desde que salí de la Universidad: después del 23-F; en dos ocasiones contra ETA, una en Madrid tras el asesinato de Tomás y Valiente y otra en San Sebastián; una contra los chirimbolos que instaló el beato Álvarez del Manzano para recaudar; por último, la más masiva que hubo contra la Guerra de Irak. Es de sobra sabido que ETA no hace ni caso, pero no es del todo inútil que sienta la repulsa de la ciudadanía, lo mismo que Tejero y los golpistas en su día; tampoco estuvo mal que Aznar, Rajoy y demás vieran lo que se opinaba de sus belicosas mentiras y de la foto de las Azores. Pero su Gobierno no se apeó de su decisión, por mucha gente que se la afeara indignada (y de los chirimbolos qué les voy a contar: aquí se quedaron, sirviendo a las arcas municipales y estropeando la ciudad). Otro problema de las manifestaciones actuales es que nadie se las puede tomar en serio, dado su aire festivo, de juerga: trompetas, tambores, silbatos, horrísonos pareados, bailoteos, individuos disfrazados, todas parecen comparsas, incluidas las de nuestros tontainas sindicatos. No digamos ya las de los curas "en favor de la familia" (guitarricas y cánticos desafinados), las de los estudiantes contra sus colegios mayores o las de los antitaurinos, meras extensiones del carnaval. En la más reciente de estas últimas, vi pancartas harto cómicas, como una "Por los derechos de los animales de Extremadura". Eché en falta alguna otra que abogara "Por los deberes de las bestezuelas riojanas" o algo así, ya que, si los animales tienen "derechos" -como sostiene algún filósofo contemporáneo peleado con el raciocinio-, va implícito que también habrán de tener "deberes". Me pregunto cómo diablos se informa de sus obligaciones a una cabra o a un periquito. ¿Por qué, entonces -si son inútiles-, se convocan tantas manifestaciones en nuestro país? Me temo que han pasado a ser una "ocasión lúdica" más, un pretexto para que la gente se junte, se desfogue, arme ruido y corte la circulación.

"En ningún país como en España hay tantas manifestaciones por cuestiones nimias o peregrinas"

Escena decimocuarta. A todas ellas hay que añadir las "fijas", como las incontables procesiones de Semana Santa, en las que los feligreses se manifiestan, supongo, en protesta porque al Nazareno se lo cargaran injustamente, hace más de dos mil años, unos tipos que nada tienen que ver con nosotros: romanos y judíos al alimón, de los cuales hace siglos que no se ve ni uno por aquí. A los lúdicos católicos les da lo mismo, e impiden la vida normal de las ciudades durante ocho días: tan sólo en Madrid hay cerca de veinte algaradas lentísimas, todas ellas por el centro, para no variar. Agréguense el Día del Orgullo Gay con sus infinitas carrozas; el Carnaval propiamente dicho; las innumerables romerías y "fiestas populares" de todas las poblaciones de España, que duran una semana entera cada una; la Cabalgata de Reyes; el Corpus; el Rocío; la Maratón popular empapada (por el sudor de los participantes); el Día de la Bici empapada (por lo mismo); las Fallas y las mascletàs; el Día de las Ovejas defecadoras; los varios de los Caballos defecadores que acompañan a las carrozas de los embajadores cuando presentan sus credenciales, y qué sé yo cuántas cosas más. No hay día en España en que las calles estén razonablemente libres de obstáculos para lo que es menester: desplazarse y trabajar.

Escena decimoquinta. En la anterior entrega mencioné que ya casi nadie cede el paso en la calle. Se me olvidó añadir que ya ni siquiera se observa aquello tan lógico de "Antes de entrar, dejen salir". No es raro que uno abra la puerta de un establecimiento para abandonarlo, y que una familia de ocho miembros aproveche que uno la está sujetando para entrar en fila, sin que a ninguno se le ocurra frenarse para permitir al menos que uno deje su hueco en el local abarrotado. Y puede que, en vez de una familia, se nos cuele una manada de turistas o de colegiales o de jubilados, digamos unos cuarenta en total.

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