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Columna
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Ángeles y demonios

¿Ángeles o demonios? Los fundadores de Estados Unidos no lo dudaron: demonios. Por ello, a la hora de diseñar su sistema constitucional partieron del supuesto de que cualquiera que ocupara una posición de poder tendería a abusar de él. Así, aun a riesgo de generar bloqueos y dificultades a la hora de gobernar, optaron por dividir el poder en tres pilares separados (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) y dos niveles (la Federación y los Estados), con un sistema de pesos y contrapesos que impidiera que uno se impusiera a otro. Con el apoyo de un cuarto elemento (la prensa libre) y todo tipo de incentivos para que de la sociedad civil emergieran asociaciones de ciudadanos dedicados a defender sus propios intereses, el círculo quedó cerrado.

Diseñar un sistema con la idea de que los políticos son (potencialmente) unos demonios puede ser sabio

La historia les ha dado la razón: la democracia en Estados Unidos no sólo ha pervivido dos siglos, sino que goza de una salud envidiable. Envidiable no quiere decir perfecta. Para eso sus gestores tendrían que ser ángeles. Pero aun siendo un país gobernado por demonios, el resultado es más que razonable: la democracia estadounidense ha transitado por la oligarquía de las grandes fortunas, la caza de brujas del macartismo, el segregacionismo, el complejo militar-industrial, las guerras secretas de la CIA en Laos o Camboya y, últimamente, una batalla contra el terror puesta en marcha por Bush que a punto estuvo de llevarse por delante algunos derechos civiles básicos. Pero mal que bien, el sistema ha ido funcionado, y al final el chófer de Bin Laden ganó su juicio y salió a la calle mientras el jefe de Gabinete del vicepresidente Cheney (Scooter Libby) iba a la cárcel.

Diseñar un sistema político pensando en que los políticos son (potencialmente) unos demonios puede parecer una sabia decisión, especialmente si el objetivo es prevenir la tiranía y evitar la corrupción. Pero construir una institución como la Iglesia partiendo de un supuesto similar debe ser metafísicamente imposible: lo lógico es pensar que los administradores de la fe estarán más cerca de Dios que del demonio. Se entienden así los enormes problemas que está sufriendo a la hora de hacer frente a las críticas por su pésima gestión de los presuntos casos de pedofilia. No se trata pues de discutir si el celibato tiene estas o aquellas consecuencias, o de si la pedofilia afecta a un número alto o bajo de religiosos, sino de preguntarse qué sistemas de control y rendición de cuentas existen dentro de la Iglesia para que ésta pueda detectar sus manzanas podridas. En eso es tan poco divina y tan mundana como cualquier otra institución, y sus problemas se multiplican en relación directa a su falta de transparencia, que es notable. Por eso, el Benedicto XVI que aparece estos días desorientado ante las críticas y revelaciones de los medios de comunicación no se distingue en gran cosa de ese Raúl Castro atónito ante las críticas internacionales por la muerte del activista Orlando Zapata, o del propio Mariano Rajoy, también indeciso sobre cómo y cuándo cortar en los asuntos de corrupción que acosan al Partido Popular.

Los arquitectos imaginan los edificios en los que vivimos, y los ingenieros de caminos construyen las autopistas por las que circulamos. Los politólogos, aunque su tarea sea poco conocida o valorada, diseñan las instituciones que administran nuestras libertades, y reflexionan sobre cómo mejorarlas. Como pone de manifiesto Bueno de Mesquita en su obra The predictioneer (El predictor), la ventaja de una buena institución es que nos ahorra tener que dilucidar la naturaleza moral de las personas. Leopoldo II (1865-1909) está considerado como uno de los mejores monarcas de la historia de Bélgica. Bajo su reinado, el sufragio (aunque sólo el masculino) se universalizó, la educación primaria se convirtió en obligatoria, se prohibió trabajar a los menores de 12 años, se limitó la jornada laboral a 12 horas, y las niñas comenzaron a acceder a la educación secundaria. Sin embargo, ese mismo rey también gobernó (por llamarlo de alguna manera) el Congo entre 1885 y 1908, dejando tras sí un legado de explotación, miseria, saqueo de recursos naturales y terribles abusos y mutilaciones sobre los congoleños. Ángel o demonio, se trataba de la misma persona, en el primer caso limitada en su poder por un Parlamento y una opinión pública, en el segundo administrando un territorio de forma personal y sin rendir cuentas ante nadie.

En España o en Cuba, en el Vaticano o en el Congo, la opacidad es la antesala del abuso, y la transparencia su único antídoto. Curiosamente, España, como el Vaticano, carece pese a las promesas electorales de una Ley de Transparencia. Debe ser que aquí también hemos pensado que la mayoría somos ángeles. Y probablemente sea verdad: el problema es lo fácil que se lo ponemos a los demonios.jitorreblanca@ecfr.eu

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