Nuestra deuda con el gran narrador
En 1971 se publicaron unas Conversaciones con Miguel Delibes, mantenidas por el escritor, al borde de la cincuentena, y César Alonso de los Ríos (30 años, periodista), en Sedano, el refugio del primero situado en las tierras burgalesas de La Lora. Alonso de los Ríos, que era entonces redactor de Triunfo, se refirió con cierta petulancia al "costado ideológico endeble" de Delibes: el catolicismo, el patriotismo moderadamente crítico, la tradición ruralista. Lo pensábamos muchos entonces... Delibes, a su vez, se sabía perteneciente al grupo de aquellos primeros beneficiarios de un mercado literario que se consolidó a finales de los cuarenta -por medio de las ediciones en tela con sobrecubierta- entre las emergentes clases medias, pero ahora veía otras cosas y albergaba el firme deseo de entenderlas. Y se aplicó con denuedo a conseguirlo.
Quiso advertir que la vida rural no era un pintoresco residuo del pasado
Los alrededores de 1968 constituyeron un momento de la vida del autor que sus lectores conocieron en libros de tono personal que nunca han faltado en su bibliografía: La primavera de Praga, de ese año, un excelente reportaje escrito antes de los dramáticos sucesos de julio, y Un año de mi vida (1972), que nació por sugestión de su editor Vergés que quería de su autor un dietario parecido a El quadern gris, de Josep Pla. El 18 de septiembre de 1970, por ejemplo, Delibes anotaba que "terminé el San Camilo, de Cela. Los españoles, con tener innumerables defectos, tenemos algo más que sexo e intestinos, creo yo. Tampoco estoy de acuerdo yo con eso de que a fascistas y comunistas foráneos no les diera nadie vela en nuestro entierro ". Y es que, ya en 1966, su novela Cinco horas con Mario había supuesto una revisión personal y colectiva acerca de la guerra y sus consecuencias, muy lejos del oscuro fatalismo étnico y de la mala sombra jocosa de San Camilo 1936. Miguel Delibes había ido reelaborando las historias que había ido conociendo en su derredor; una de ellas, la de su amigo José Jiménez Lozano, a quien se dedica la novela, estuvo muy presente aquel homenaje a todos los Marios Díez Collado, pero también fue un requerimiento a la conciencia de todas las resentidas Menchus. Y su éxito fue lograr, como consignaba el 28 de febrero de 1967, en carta a su editor Vergés, que "a la gente le gusta mucho", pero, sobre todo, que "las Menchus dicen que piensan como Mario".
En Parábola de un náufrago (1969) hizo algo más que una fábula kafkiana, un poco inocentona, porque allí caricaturizó los atributos del capitalismo paternalista y la imagen que la dictadura franquista proyectaba de su titular en los años sesenta: el abuelo sonriente, paciente pescador, sabio jugador de golf, capaz de largas horas de despacho y, sobre todo, testigo incansable de liturgias cívicas y religiosas. En El príncipe destronado (1973) buscó -de modo más convincente- una manera de reflejar los cambios que asumía una clase media urbana en manifiesta crisis. Y ya en enero de 1975, Las guerras de nuestros antepasados ha de verse como una suerte de exorcismo (y una contralectura) de La familia de Pascual Duarte, de Cela, donde Delibes convertía la folclórica amalgama del crimen y la inocencia en una ácida reflexión sobre casi un siglo de historia española.
Pero con este relato, al borde mismo del final de la era franquista, Delibes quiso advertir que la vida rural no era un pintoresco residuo del pasado, sino, para bien y para mal, una parte del porvenir colectivo. Y esto ocupó sus dos novelas siguientes: la más conocida y la mejor es Los santos inocentes (1981), un hito en la historia de la narrativa española, donde escenificó la miseria campesina sin ocultar a sus culpables; también muy leída, pero menos lograda, fue El disputado voto del señor Cayo, editada en noviembre de 1978, apenas un año después de los primeros comicios generales desde 1936, donde describió el proceso electoral visto desde una candidatura socialista de provincias que nunca logrará la papeleta del último habitante de una aldea castellana.
Con todos estos libros, fallidos o excelentes, varias generaciones de españoles tenemos contraída una deuda político-moral que sólo se salda con su relectura.
Babelia
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