Mirones del horror
A mediados de los setenta comenzó a difundirse la expresión snuff movie para designar un tipo de películas de circulación clandestina en las que, según se aseguraba, se ponían en escena con brutal sadismo violaciones, torturas, mutilaciones y hasta asesinatos de personas reales. Como ocurre con cualquier "boca a oreja" que conecta con oscuros pánicos morales o ansiedades colectivas más o menos explícitas, el rumor se difundió rápidamente, y mucha gente llegó a convencerse de la realidad de tales cintas macabras, pretendidamente rodadas para uso y disfrute de depravados que podían pagárselas. Pero lo cierto es que, a pesar de las sistemáticas investigaciones llevadas a cabo por el FBI y otras agencias gubernamentales norteamericanas, jamás llegó a confirmarse su existencia. En todo caso, la industria del cine aprovechó el tirón, como demuestra un buen número de títulos -desde Hardcore (1979), de Paul Schrader, a Tesis (1996), de Alejandro Amenábar-, que competían en el empeño de crear la ilusión de que mostraban el horror "real", sin ningún tipo de mediación o artificio "artístico".
El espectáculo de la violencia sin mediación goza ahora del favor de ciertos públicos no tan minoritarios como podría creerse
Desde entonces las cosas han cambiado. La constante exposición a la realidad-horror a través de los medios de comunicación ha permeabilizado de tal modo las fronteras entre ficción y realidad que, a menudo, se tiene la inquietante sensación -casi un vértigo- de que ambas instancias no son del todo separables. Mientras almorzamos, y entre dos tandas de comerciales, podemos presenciar más o menos distraídamente un informativo repleto de escenas reales de muerte y destrucción no muy diferentes de las que, en prime time, nos brindan largometrajes o series de ficción basadas en el trabajo de guionistas pagados por las mismas compañías que envían a los escenarios de guerra y terror a los reporteros y corresponsales de guerra.
El espectáculo de la violencia sin mediación goza ahora del favor de ciertos públicos no tan minoritarios como podría creerse. Las escenas de violencia adolescente grabadas en las cámaras de móviles y difundidas posteriormente a través de Internet son, si cabe, la punta del iceberg de algo impensable hace unos años, antes de que las imágenes de tortura de Abu Ghraib (2004) grabadas por los ejecutores "por diversión" (for fun), fueran difundidas globalmente por los medios y "colgadas" en la Red. Sólo mediante la cosificación absoluta de las víctimas -a las que no se considera seres humanos- es posible reducir su sufrimiento a puro espectáculo que merece ser compartido.
Como afirma Michela Marzano en su breve, intenso y legible ensayo La muerte como espectáculo (Tusquets), la insensibilidad ante esa ficcionalización de la crueldad es, a la postre, el efecto no previsto logrado también por los espantosos (los adjetivos resultan tan gastados) vídeos de "ajusticiamientos" y decapitaciones difundidos por los islamistas radicales a partir de comienzos de siglo. Vídeos que, por cierto, en ocasiones fueron producidos con técnicas y puesta en escena auténticamente profesional (como habrían hecho los cineastas de las snuff movies).
Hoy, las imágenes de los despiadados asesinatos propagandísticos (perpetrados por sus verdugos en nombre de Alá, el clemente, el misericordioso) de Nick Berg, Ken Bigley, Paul Johnson, Daniel Pearl o Kim Sun Il, grabadas originalmente con el doble objetivo de proselitizar a los islamistas y aterrorizar al enemigo infiel, forman parte, merced a una perversa inversión, del extenso catálogo de realidad-horror disponible en Internet. Es allí donde, libre de la autocensura consensuada que practican los medios de comunicación convencionales, puede verse todo. Uno busca "vídeos de decapitación" en ciertas páginas web y los encuentra, a veces con la inane advertencia de que "podrían dañar la sensibilidad" del espectador. Y, más tarde, puede discutirlos en foros en los que las distintas opiniones abundan a menudo en las mismas cuestiones que en los chats sobre películas de éxito. Al final, la víctima (y su suplicio) pierde realidad: tiende a ficcionalizarse. Y en ello (cada vez más) estamos.
Babelia
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