Sobre casas lóbregas pero fresquitas
Llevo varios meses buscando piso y en este tiempo habré visto unas setenta casas. Algunos de los apartamentos están vacíos, pero en muchos todavía siguen viviendo allí los dueños. Y es una experiencia singular eso de meterse en el hogar de alguien y escudriñar hasta el último rincón. Hay algo impúdico, inquietante, casi obsceno. Un amigo español que vive desde hace décadas en Estados Unidos me contaba que allí, cuando quieres poner tu casa a la venta, el de la inmobiliaria viene y te da una serie de normas de casi obligado cumplimiento. Algunas son obvias, como limpiar la casa y ordenarla un poco. Pero ellos además te piden que, si es posible, pintes las paredes; que cambies las bombillas y las pongas todas de mucha más potencia, un derroche de luz. Y, sobre todo, lo que más me chocó, que ocultes todos los recuerdos personales. Ni trofeos deportivos, ni fotos de la familia o de los perros. Y, por precaución, tampoco cuadros o esculturas o adornos demasiado llamativos, demasiado específicos. La casa a vender debe parecerse lo más posible al tono neutro de un hotel.
"Los seres humanos estamos contentos de nuestro hogar, independientemente de cómo sea"
Esto último es, evidentemente, porque desconfían de la imaginación de los compradores. Esto es, desconfían de que el visitante sea capaz de visualizar esa casa como propia, si está demasiado manchada por la presencia de los dueños actuales. Y deben de tener razón en cuanto a esa carencia general de fantasía espacial, porque uno de los mejores pisos que he visitado (inadecuado para mí por razones que no vienen al caso) sigue sin venderse mes tras mes porque ahora mismo está viejo, oscuro y feo y la gente no parece saber ver sus formidables posibilidades.
Pero además supongo que el borrado de las huellas propias debe minimizar esa desasosegante sensación de estarse metiendo en la cabeza y las tripas de alguien, pues eso te parece hacer al entrar en un hogar ajeno y abrir todas las puertas, todas las ventanas y todos los armarios. Psicoanalíticamente, soñar con casas suele ser interpretado como un símbolo de la propia mente, como si ese montón onírico de pasillos y cuartos encarnaran los recovecos del inconsciente. Y no cabe duda de que nuestro hogar nos delata de algún modo. A la hora de hacer entrevistas, siempre he preferido quedar en el hogar de los entrevistados, porque el entorno doméstico es de una elocuencia atronadora (sabiendo eso, muchos de los entrevistados eluden citarte allí). Y así, me ha sorprendido descubrir una legión de muñecas y animalitos de peluche en casa de alguna famosa supuestamente radical y contracultural, o bien espantosas decoraciones de pretenciosos bronces, como de notario antiguo y carca, en líderes de la izquierda.
Pero lo más curioso de este paseo que he realizado por los interiores de Madrid en los últimos meses es la constatación de algo que leí en un estudio sociológico hace un par de años, a saber, que los seres humanos estamos mayoritariamente contentos de nuestro hogar, independientemente de cómo sea. Y así, en las decenas de pisos que he visitado había de todo, desde casas preciosas en perfecto estado hasta caóticas, arruinadas y horribles. Pero todos los dueños, sin excepción, hablaban de ellas con amor. Y no era sólo porque quisieran venderlas, sino que les salía del alma. Se notaba que hablaban de verdad, con el corazón, cuando alababan un piso, por ejemplo, lóbrego y sin luz; y es que ni siquiera eran capaces de percibir su entorno con ojos objetivos. Es decir, no creo que a esas alturas advirtieran, por ejemplo, que tenían que tener la luz encendida casi todo el día, pero sí que apreciaban que, en verano, "se estaba muy fresquito".
Bendita capacidad de adaptación de los humanos y bendita cabeza, que hace que, en general, nos gustemos a nosotros mismos (una norma básica y esencial del equilibrio psicológico) y, por consiguiente, nos guste también nuestro hogar, que es la guarida animal, la madriguera íntima que nos cubre y nos protege. Hasta tal punto resulta comprensible y enternecedor ese amor casi físico por nuestras casas que, a lo largo de estos meses, y antes de salir huyendo de algún piso, siempre me he sentido impelida a deshacerme en mentirosos elogios sobre el lugar, de la misma manera y por las mismas razones que alabamos a un bebé ante sus padres aunque sea muy feo. Y es que, en la intimidad de nuestros nidos, todos somos criaturas desnudas y demasiado frágiles.
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