Recuerdos de la miseria absoluta
Visité Haití en dos ocasiones, pero los motivos que me llevaron allí no obedecían a catástrofes naturales. Era la tragedia haitiana pura y dura, la de todos los días. Llegué por primera vez en mayo de 1988. En realidad, fui a la República Dominicana, y sólo brevemente pasé a Haití por la frontera de Jimaní, el tiempo justo para que un orgulloso dominicano rico me paseara en su coche por un primitivo poblado haitiano, para que me enterara de cómo vivían los negros. El reportaje que me había encargado este periódico iba, precisamente, del trato -semejante a la esclavitud- que recibían los trabajadores haitianos que cortaban la caña en los ingenios azucareros dominicanos. Bernardo Pérez reflejó con su cámara la depauperación de aquellos hombres que recibían como salario y comida el guarapo exudado por la propia caña de azúcar, y de sus mujeres y sus hijos, que hociqueaban en los charcos de los campamentos, junto con los animales. El longevo dictador dominicano Balaguer había exacerbado la enemistad tradicional de sus compatriotas hacia los haitianos, a quienes acusó -incluso en sus libros- de robar niños dominicanos para comérselos, de utilizar la brujería. Y, por supuesto, de ser negros.
Es decir, más negros. Parece que la Dominicana está acogiendo ahora a quienes huyen de las consecuencias del terremoto. Me alegro de ello. Aunque sólo sea en homenaje a los haitianos que morían en las cunetas, agotados de cortar la caña, en esos días de mayo de 1988.
Mi segundo viaje se produjo en septiembre de 1994. El Gobierno de Estados Unidos -presidía Bill Clinton- había decidido facilitar el regreso del exilio de Jean-Bertrand Aristide, primer mandatario elegido democráticamente en Haití tras las dictaduras interminables de Papa Doc y Baby Doc, los temibles Duvallier. Un año después de su elección, Aristide había sido depuesto por la fuerza de un golpe militar. En 1994, Clinton pensó que había llegado el momento de ayudar a la democracia en Haití. Más vale tarde que nunca.
Aunque se temía una invasión brutal al estilo de la ocurrida en Panamá, esta intervención estadounidense resultó pacífica, gracias sobre todo a los acuerdos firmados previamente -horas antes- por la misión encabezada por Jimmy Carter y Colin Powell, con el jefe del Ejército haitiano y hombre fuerte del régimen, Raoul Cédras.
De aquellos días agitados recuerdo, por encima de todo, el olor, la textura, la vitalidad paralela -una vitalidad mortífera- de la miseria más absoluta. Excepto en los barrios altos -de Petion Ville para arriba-, Puerto Príncipe era un inmenso charco de pobreza recocido por aquel sol de agosto. Daba igual acercarse a Cité Soleil, oficialmente la villa más pobre entre las pobres, donde quien había conseguido un par de zapatos viejos pertenecientes a un asesinado o a alguien que había perdido las sandalias huyendo de la sanguinaria policía que extendía un trapo sobre el fango seco y esperaba que alguien le diera unas perras chicas a cambio.
Conocí a un muchacho que tenía un amigo que trabajaba en un buen hotel del barrio rico. Cada día caminaba desde su chabola hasta allí, y el amigo le proporcionaba un poco de comida. Pero cuando regresaba a Cité Soleil, andando, de nuevo estaba hambriento. Recuerdo que escribí que un mendigo de España, en comparación con la mayoría del pueblo haitiano, parecía pertenecer a la clase media.
Bajo las recovas del mercado central de Puerto Príncipe, una radio lanzaba la voz de un predicador. Nunca olvidaré su frase, atroz como una profecía, como una maldición: "Cuando el dolor y la desesperación vayan a vencerte, vuélvete y mira hacia Haití. Y te consolarás".
Maruja Torres es periodista y escritora.
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