_
_
_
_
Reportaje:Elsa Peretti | MODA

'After hours' con diamantes

Elsa Peretti (Florencia, 1940) está acostumbrada al papel de anfitriona de su propia vida. Delante tiene un collage con las fotos que resumen los últimos 25 años de ésta: la gauche divine, el Nueva York de los años setenta y las joyas que lleva diseñando para Tiffany & Co. desde hace tres décadas. Señala cada imagen con desasimiento. "Mira, Halston. El mejor diseñador del siglo XX", "Y Warhol en el Studio 54", "Este colgante en forma de jarroncito es lo primero que hice. Fue para Giorgio de Sant Angelo"… Sólo se explaya de verdad ante una sola foto. Siempre ésa. En ella aparece vestida de conejita Playboy. Apoyada contra un muro mientras echa hacia atrás la cabeza con erótica indolencia. Fue tomada por Helmut Newton en un terrado de Nueva York. Era 1975. Glamour, decadencia y sexualidad. "Claro que me acuerdo de ese día. Siempre había querido que me retratara, pero él se resistía. Hasta que me corté el pelo. Entonces me dijo: 'No te emociones, pero quiero que poses para mí'. Lo peor vino luego, cuando no me quiso dar una copia. ¡Se la tuve que comprar! 400 dólares".

"Soy miope y tengo el sentido del tacto muy desarrollado. Mis joyas están pensadas para ser miradas. Y tocadas"
"Cada día acabábamos saliendo a cuatro patas de una discoteca a las siete de la mañana para ir a comer pollos 'al ast"

-El año pasado, Christie's subastó la original por 79.000 dólares.

-"¿79.000 por esa foto? Qué locura.

-¿Qué hubo exactamente entre ustedes?

-Eso que está pensando.

No hay nostalgia en su tono. Quizá porque por muy legendaria que sea su historia, ya se la sabe de memoria y contarla de carrerilla como quien enumera las muescas de la culata del revólver no es lo que más le apetece esta mañana. Nada de batallitas. Ella está para lo que está: atender como es debido a los asistentes al desayuno que Tiffany & Co. ha organizado en su honor en su tienda de Milán. Va de grupo en grupo hablando con unos y otros. Asegurándose de que a nadie le falte comida en el plato. Intoxicando con su presencia desde la más absoluta espontaneidad. Una mujer a la italiana.

Elsa Peretti entró en Tiffany & Co. para remover los cimientos de la firma. Con sus colgantes en forma de haba, de corazón o de lágrima, sus pulseras lacadas y cadenas con pequeños diamantes engarzados que se vendían por metros, inventó la joyería moderna. La joyería de autor. Y lo hizo con el truco más efectivo del mundo: yendo de lo particular a lo universal. Se proyectó a sí misma en lo que diseñaba y dio con lo que sus contemporáneas intuían que necesitaban pero aún no existía: joyas alejadas de esos aderezos que le echaban veinte años encima a quien se los pusiera. "Me acusaron de hacer joyas para porteras y secretarias. Claro que sí. Muchos ejecutivos americanos no sabrían ni dónde tienen la cabeza sin su secretaria. El diseño tiene que estar lleno de sentido común".

Pero por muchos sorbos que Tiffany & Co. dé al glamour de la película que lleva su nombre (el mejor publirreportaje no pagado que le puede pasar a una marca), un desayuno con Elsa Peretti es un desayuno con la Peretti. Tabaco y alcohol. "Me encanta beber, fumar y la gente que lo hace", confirma una voz ahumada por la cantidad de pitillos que a lo largo de su vida se ha encendido nada más descapullar el anterior en el cenicero. "La de veces que por teléfono me han dicho 'buenos días, señor".

De buena cuna -su padre fue el fundador y presidente de la Asociación Petrolífera Italiana (API)-, la Peretti no quiso limitarse a tener mejor cama. "Podría haberme quedado tranquilamente toda la vida tumbada debajo de un cocotero. Pero me sentía acorralada. Tenía claustrofobia". Cumplidos los 21, se largó a Suiza para ser monitora de esquí y profesora de inglés. Duró poco. Su madre intentó embutirla en las costuras de una vida diseñada para que alcanzara la invisibilidad junto a un hombre y le rogó que volviera a casa. Aún duró menos. Estando prometida a un editor milanés de (muchos) posibles, descarrió en el camino hacia el tálamo. Quince días antes de la boda lo canceló todo. Adiós al "buen partido". El vestido en la percha, el novio plantado y la virginidad perdida. Un escándalo en el seno de un círculo viscontiano que acabó con la retirada del saludo de papá Ferdinando a la menor de sus hijas. "Vas a acabar desclasada", fue la última palabra del commendatore. "El éxito es estúpido si te lo crees. El verdadero éxito es estar contento con lo que haces. En mi caso, el motor ha sido querer demostrar a mi padre que cada uno tiene que encontrar su camino". No volvieron a hablar, pero cuando Ferdinando murió, la Peretti encontró tres ediciones de un monográfico que le había dedicado la revista Newsweek en su mesita de noche. Cada una en un idioma.

La Peretti quemó puentes para no quemarse ella y en 1968 se alquiló un apartamento enfrente del hotel Ritz de Barcelona (la que es fina, es fina). Un aterrizaje forzoso en plena gauche divine. "La ciudad estaba en su mejor momento, no como ahora, que es una especie de parque temático posolímpico para turistas. A lo mejor sólo era un espejismo, pero no había distancias entre Pedralbes y el barrio chino que valiesen. En la misma fiesta podías coincidir con Terenci Moix, Samaranch, un travesti, Colita, Godó, los hermanos Regàs y un marinero. Cada día acabábamos saliendo a cuatro patas de una discoteca a las siete de la mañana para ir a comer pollos al ast". Pensar a gauche y vivir a droite. Con un físico lo suficientemente espectacular como para vivir de él, probó suerte como modelo publicitaria. Lo que por aquella época era igual a anunciar neveras en Televisión Española. Pero entonces se llevaban las Teresas Gimperas. Rubitas y con la nariz respingona. Guapitas. "Y yo era el prototipo de latina. Ojos rasgados y hechuras amazónicas. Si hasta tuve que comprarme una peluca platino…". Mientras, su condición de icono se iba apuntalando y fueron muchas las que corrieron a la peluquería de Paco Duffó para que les cortara el pelo "a lo Peretti": a lo chico.

La cosa no funcionó. Los circuitos convencionales -no había más- no supieron asimilar una belleza tan poco convencional, casi negroide. Muy femenina, pero también muy masculina. En el límite entre los géneros; ambigua. Demasiado sujeta a interpretaciones subjetivas, como la de Salvador Dalí. "¿Quién es esta chica? Traédmela", dijo el pintor cuando vio una foto que le había sacado Oriol Maspons. "Quiso que posara para él y me tuvo toda una semana en Port Lligat vestida (disfrazada) de monja. Le gustaba estar rodeado de gente joven. Nos invitaba a restaurantes buenos y nosotros nos dejábamos".

-Los hay que intentan desmitificar la gauche divine. Algunos de quienes la vivieron ahora reniegan de ella diciendo que no fue más que un simulacro de modernidad. Que sólo eran un grupo de niños bien jugando al antifranquismo. Una travesura burguesa.

-Quizá lo único que hicimos fue pasar un buen rato. Pero yo no lo veo así. La gauche divine fue más que la fantasía en tecnicolor de una España en blanco y negro. Fue un movimiento con cimientos contestatarios. Había transgresión. A nadie le gusta que diga esto, pero a mí me gustaba más España cuando Franco estaba vivo. El que era rebelde, lo era de verdad".

Carlos Martorell, relaciones públicas internacional, no recuerda muy bien cuándo la vio por primera vez, pero sí cuándo la conoció. Fue en el restaurante Estevet. En la mesa del fondo, donde se reunían sin cita previa todos los que veían amanecer varias veces durante el mismo fin de semana. "Me sonaba su cara de Bocaccio, pero nunca había hablado con ella. Era esa italiana imponente que nadie sabía muy bien qué hacía en Barcelona. No teníamos ni idea de quién era su padre". Nadie se imaginaba que había llegado aquí huyendo de una alcurnia que le pesaba como una losa. Martorell se define como "ese amigo protector al que ella nunca escucha. Tengo una lucha con eso de que deje de fumar… Tiene un físico tan fuerte que ya no sabe cómo machacárselo. Pero no atiende a razones. No le gusta nada que la regañen ni que le digan lo que tiene que hacer". Él la conoce de verdad. Son muchos años. Tantos como para poder decir: "Tiene un carácter muy fuerte. Va de lo más alto a lo más bajo. Es como cuando anda por la calle. Puede cruzarse con quien sea, que ni lo va a mirar, pero ve un perro y se para a hablar con él un rato. Es tan volátil… Y menudo genio. Una vez la vi salir encolerizada de una reunión con la presidencia de Tiffany & Co. No paraba de gritar: 'Quisiera ser un Don Quijote con ametralladora y sin Sancho Panza".

'La' Peretti se balancea meditabunda sobre su vozarrón antes de decir: "Siempre he creído en Barcelona. No sólo he pasado en ella mis mejores momentos. También me ha traído mucha suerte. Yo estoy muy miope, así que tengo el sentido del tacto desarrollado hasta un nivel exacerbado. Por eso mis joyas están pensadas para mirarlas, pero también para sentirlas. De pequeña, mi niñera me llevó de excursión al osario de un convento de capuchinos del siglo XVII. Y yo me metí algunos en los bolsillos para llevármelos a casa. Podía pasarme horas acariciándolos. Y cuando llegué a Barcelona, encontré en la arquitectura muscular de Gaudí una forma de expresión que siempre había intuido, pero a lo grande. Yo tenía razón".

Mejores momentos y mucha suerte. Porque también en Barcelona fue donde la Peretti conoció al escultor Xavier Corberó. Gran amor, mentor y catalizador. "Siempre digo que de alguna manera Elsa minimizó la estética de Corberó. Supo ver que esas esculturas que a él le costaba tanto vender serían mucho más comerciales miniaturizadas", confirma Martorell. Estando con él es cuando esa esquematización de la naturaleza en forma de joyas que se convertiría en su verdadera vocación comenzó a abrirse paso. Hasta que, impulsada por la misma fuerza que la había hecho salir disparada en la dirección contraria al matrimonio, puso un océano de distancia entre ella y el escultor. "Alguien me dijo: 'Si ya no estás con él, ¿qué te queda en Barcelona?". Nueva York fue la respuesta.

Una ola de frío y una huelga de recogida de basuras le dieron la bienvenida. El anticipo no podía tener menos que ver con la era que le iba a tocar. Y protagonizar. La del nacimiento de la escena gay. "Todos eran homosexuales. Creo que '¿qué te vas a poner esta noche?' fue la pregunta que más me hicieron durante esos años".

Mucho antes de que Tom Ford usara su sexualidad para reinventar Gucci, ya hubo un diseñador pionero en el arte de convertir su estilo de vida en el mejor de los envoltorios para una firma: Halston. El siguiente hombre en protagonizar su propio capítulo dentro de la biografía de la Peretti, que se convirtió, junto a Marisa Berenson, Pat Cleveland y Anjelica Huston, en una de sus musas. Eran las Halstonettes: una especie de séquito de modelos a tiempo completo. Anuncios vivientes de la ropa que él diseñaba. "Halston y yo tuvimos un affair sin llegar nunca a tenerlo". La suya fue la típica amistad entre una mujer y un hombre al que no le gusta desvestir a las mujeres, sino vestirlas. Con peleas incluidas. "Una vez arrojé a la chimenea un abrigo de pieles que me había regalado. Estaba muy enfadada con él. Fin de la historia".

A día de hoy, 'la' Peretti conserva como dirección oficial en Nueva York el apartamento forrado de espejos en el que vivió él. "Fue una gran época. Ibas a un club y conocías a todo el mundo. Y todo el mundo te conocía a ti. El Studio 54 fue como mi casa. Siempre había una botella de vodka esperándome. Gratis. Éramos una gran familia disfuncional".

Martorell volvió a coincidir entonces con ella. "Me la crucé por la calle. Justo enfrente de Tiffany & Co. Aunque ella aún no trabajaba allí. Llevaba pantalones de campana, gafas de montura redonda y un sombrero de cowboy. Imposible no girarse a su paso. Le dije: 'Yo te conozco de Barcelona'. Se acordaba de mí, pero vagamente. Yo acababa de llegar y estaba harto de ir a fiestas pijas, con los Rockefeller y los Vanderbilt. Quería conocer cómo era la ciudad de verdad. 'Y Elsa me llevó a su ático, un hotel-restaurante abierto las 24 horas. Estaban todos: Warhol. Mick Jagger, Liza Minnelli, Amanda Lear… Nunca le estaré lo suficientemente agradecido por haberme introducido en ese círculo".

Pero llegó el sida. El fin de fiesta. Hora de despedirse a la francesa. Una elegante retirada. Ahora la Peretti vive en una masía de Sant Martí Vell (Girona). Ni hijos ni marido. Sólo perros. Porque, por muy vacía de significado que esté a día de hoy la palabra "bohemia", si algo es la Peretti, es eso. "Con toda la marcha que se ha metido, ya no está para nadie", concluye Martorell.

El desayuno toca a su fin. La Peretti echa una última ojeada al collage que decora una de las paredes de Tiffany & Co. "Warhol, Halston… Todos muertos". Todos menos ella, de lejos un cadáver generacional. No es un mito conservado en formol. Ha posado, inspirado y creado. Y es lo que sigue haciendo. "No me considero una superviviente. Para nada".

La Peretti y sus gafas. Sin ellas está perdida. Cuanto más cerca de la nariz las lleva, más vodka. Cuanto más lejos, más té chino.
La Peretti y sus gafas. Sin ellas está perdida. Cuanto más cerca de la nariz las lleva, más vodka. Cuanto más lejos, más té chino.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_