Batallas, monstruos, maravillas
En memoria de Paul Naschy, héroe pulp.
Hace mucho prometí sustituir el dictamen "este libro no me gusta porque es malo" por otro igual de concluyente pero más exacto: "no me gusta porque no es para mí". No siempre me atengo a este principio, claro (ni a casi ninguno del resto de cuantos profeso), pero en mis accesos de lucidez veo segura su conveniencia. Ahorra explicaciones y lamentos. Por supuesto, también impide ejercer la así llamada crítica literaria, pero esa renuncia es un lujo que me puedo ya permitir. De modo que procuro hablar sólo de mis placeres, nuevos o antiguos, y no de lo que mi dieta o mi paladar excluyen.
Vayamos un paso más allá: una y otra vez descubro o reencuentro lecturas que me convienen, pero además hay géneros por los que siento adicción. Estos vicios son poco confesables, porque tropiezan con la intransigencia casi inquisitorial o la mera rechifla de quienes no los comparten. Lo cual, por cierto, aumenta perversamente el placer que me proporcionan. De modo que hoy me regodearé dándoles cuenta de uno entre tantos: los relatos truculentos y fantásticos del pulp americano entre los años veinte y treinta del pasado siglo. Ah, seguro que ya me conocían esta querencia...
El 'pulp' duró apenas una década atiborrada de civilizaciones sumergidas o subterráneas
El pulp (llamado así porque las revistas populares que publicaban esos relatos se imprimían en papel barato y no porque en ellos salieran muchos pulpos gigantes, como creía yo en mi mocedad) duró apenas una década, atiborrada de civilizaciones sumergidas o subterráneas, batallas ciclópeas entre guerreros exóticos, sangre a raudales, monstruos babeantes, zarpazos en la tiniebla y alaridos de bellas "sin chales en los pechos y flojo el cinturón", como requería Espronceda. Quizá el emperador sin trono de ese reino anárquico fue Robert Erwin Howard, que se carteó con Lovecraft y creó a Conan el cimerio, así como muchos otros héroes fuertes y sombríos, obsesionados por la muerte y asediados por las hordas de la espada y la brujería, a los que él dio carta de naturaleza literaria. Si ante el trono del Altísimo alguien puede ser reconocido como el narrador más puro, vigoroso y eficaz de la aventura física, ése es Robert E. Howard: autor de una obra inmensa, desigual pero inolvidable, antes de suicidarse a los 29 años para no ver morir a su madre.
No sólo Conan, Solomon Kane o el rey Kull (todos tienen ya sus películas correspondientes): hay otros héroes del pulp a quienes debemos eterna gratitud los adictos. Están desde luego los editores que hoy se arriesgan a rescatar piezas de ese género ayer popular y hoy minoritario, como la Biblioteca del Laberinto (tienen en su valeroso catálogo, además de mucho Howard, a Abraham Merritt, Edgar Rice Burroughs, D. H. Keller, etcétera) y Valdemar (aún reciente su antología Los hombres topo quieren tus ojos, preparada por Jesús Palacios). Pero sobre todo los investigadores eruditos y apasionados que rastrean para nosotros, con tanto amor como frecuente humor, las joyas perdidas de Opar: Javier Martín Lalanda, autor de Cuando cantan las espadas (ed. Biblioteca del Laberinto), la obra definitiva sobre Robert R. Howard, y el incansable Paco Arellano, quien a lo largo de muchos años tantas maravillas ha encontrado y traducido para deleitar a sus frikis, entre los que me cuento desde la primera campanada.
Turbio es el día y rara la noche, pródiga en susurros inquietantes: nos sentamos en la butaca con el libro de furia y temblor en una mano, mientras con la otra acariciamos la cabeza peluda del perro a nuestro lado... hasta que de pronto recordamos que no tenemos perro. Feliz 2010.
Babelia
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