Se abre una grieta en el muro
Cuando el presidente estadounidense, Barack Obama, se reunió el pasado viernes durante casi una hora con el primer ministro chino, Wen Jiabao, uno de los puntos principales de la agenda fue cómo supervisar los compromisos hechos públicos por los países para mitigar las emisiones de CO2. Washington había dicho repetidas veces que cualquier esfuerzo de Pekín y de otras economías para reducir el calentamiento global debía poder ser verificado y medido de forma independiente. China se negó y apeló a su soberanía nacional, a su estatus de víctima del cambio climático y a la responsabilidad histórica de las naciones más desarrolladas como causantes del problema.
Pero los dos países son responsables del 40% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero, y de ellos dependía cualquier acuerdo o falta de él que se produjera en Copenhague.
Durante el encuentro bilateral, acercaron posiciones, lo que desembocó en el polémico y débil pacto alcanzado en la capital danesa. China había salvado el escollo de las posibles inspecciones internacionales. En su punto 5, el texto de Copenhague asegura que las economías emergentes medirán y verificarán ellas mismas sus esfuerzos para reducir las emisiones e informarán a Naciones Unidas cada dos años, "con previsiones para consultas internacionales, y análisis bajo pautas claramente definidas que garanticen el respeto a la soberanía nacional". Mucho menos de lo que hubiera deseado EE UU, pero también más de lo que hubiera preferido el Gobierno chino. "La reunión ha tenido un resultado positivo, todo el mundo debería estar contento. Tras las negociaciones, ambas partes han conseguido preservar sus líneas. Para China, nuestra soberanía y los intereses nacionales", dijo Xie Zhenhua, jefe de la delegación.
Ante las continuas peticiones de transparencia, Wen había insistido en este punto: "Mejoraremos las estadísticas domésticas y los métodos de supervisión y evaluación; reforzaremos los sistemas de información sobre la reducción de emisiones, incrementaremos la transparencia y participaremos de manera activa en los intercambios, diálogos y cooperación internacionales".
Todo muy lejos de lo que pretendían las naciones ricas, que dicen que los esfuerzos para mejorar las normas automovilísticas o cerrar centrales energéticas muy contaminantes deberían estar abiertos al escrutinio internacional. Pero en un país donde el secretismo que impera en el sistema político se extiende a otros aspectos de la sociedad, y donde, a menudo, las autoridades creen que detrás de las exigencias occidentales existe la pretensión de frenar su avance, la petición era inaceptable. Máxime cuando Pekín considera que el requisito va en contra de las reglas de Naciones Unidas de tratar de forma distinta a países ricos y pobres.
China anunció a finales de noviembre un importante plan de eficiencia energética para reducir entre un 40% y un 45% la cantidad de emisiones de CO2 por unidad de PIB entre 2005 y 2020.
El movimiento chino de tejer un acuerdo con Estados Unidos, India, Brasil y Suráfrica, dejando de lado a sus aliados del Grupo 77 de países en desarrollo, ha provocado un sentimiento de abandono entre éstos. La falta de un pacto global vinculante con cifras concretas de reducción de emisiones supone una amenaza a la larga también para China, donde el cambio climático ha aumentado la frecuencia de inundaciones y sequías, amenaza gravemente las cosechas y la subida del mar pondrá en peligro a ciudades como Shanghai.
Lo que ha dejado claro el desenlace de Copenhague es el creciente músculo político y económico de China y la importancia cada vez mayor del eje Washington-Pekín, el denominado de forma no oficial G2. El acuerdo de mínimos no ayudará a mejorar la imagen de China en Occidente, pero, para sus dirigentes, la prioridad inmediata, según ha recordado Wen, es "el desarrollo económico y la eliminación de la pobreza".
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