Tecnología y memoria
La otra noche fui a cenar al Kabuki Wellington, en Madrid, el mismo día en el que le habían otorgado su merecida estrella Michelin. Digo merecida porque a mí me gusta mucho lo que se come allí, no porque sepa sobre el asunto. Sobre el asunto de la alta cocina o sobre el asunto de las guías gastronómicas, o sobre el asunto de las estrellas en general.
Abro aquí un paréntesis para considerar mi no tan humilde asombro ante la costumbre reciente, o no tan reciente, de estrellarlo todo. Las películas, los libros, las cenas, los amores, los comentarios en un blog... En estos días, al parecer, nada ni nadie se escapa de sus estrellitas. Cinco, cuatro, ninguna, como si tuviese uno que ponerle notas a todo o recibir notas constantemente. Recuerdo que Carlos Saura me dijo una vez cuando le comenté, en mi ignorancia, las muchas estrellas que adornaban el estreno de un proyecto común: "A mi edad, nadie me pone notas", y lo cierto es que cuando terminé de avergonzarme por haberme alegrado por tan poca cosa, no pude sino estar de acuerdo con el señor Carlos Saura, a pesar de que su enorme talento me queda muy lejos.
"Después de comerme una sardina, me dijeron que lo que recordaba era cierto"
El caso es que después de comerme una sardina fría en el Kabuki, y después de haber imaginado, al comerla, algo más propio de mi infancia que de este presente, me dijeron que lo que recordaba era cierto, que el aceite ahumado al carbón le daba a la sardina cruda el recuerdo de un sabor de la parrilla mediterránea de nuestras niñeces, de tantas playas propias, sin invadir su condición de pescado frío, perfectamente extranjero y japonés.
Me pareció curioso y sabroso a la vez.
Supongo, ya que no soy un experto, que ésa es la labor del cocinero, sustituir algo, la memoria, por algo idéntico, la imaginación, sin que nadie pueda sentirse defraudado.
No está tan lejos de la labor de un escritor, a poco que uno lo piense.
Juan Mari Arzak, un hombre encantador y sensato donde los haya, me comentó hace algún tiempo que cualquier sabor debe saber que ha habido antes otros sabores, y que la memoria es en el gusto parte fundamental del confort y el placer. Lo sorprendente puede ajustarse al cariño por lo ya conocido sin que se establezca conflicto alguno. Me consta que Arzak lo consigue con una naturalidad que desarma al comensal de todo prejuicio y me acordé de sus palabras al comer no sólo la sardina del pasado en el futuro (este presente), sino durante el resto de la cena que el Kabuki de Ricardo Sanz ofrece. Una cocina que está donde está, sin dejar de conocer nuestro pasado.
A poco que uno indague en este arte de la cocina nueva (y he de reconocer que no he indagado mucho, pero sí un poco), te das cuenta de que hay grandes dosis de tecnología punta asociadas al negocio de la sorpresa y la memoria.
La misma que había en Verne, o en Méliès, o en el mismísimo primer viaje real a la Luna. Aquel que puso el pie de un hombre donde ya había llegado antes la imaginación de otros muchos.
La misma tecnología, o pericia, asociada a la memoria, que sujeta a Benet, por poner un noble ejemplo literario, tan lejos y tan cerca de la infancia de cualquiera. Y, desde luego, muy cerca de la mía.
Causa cierto pudor escribir, para quien de esto nada sabe, una columna gastronómica, pero no sería tan absurdo considerar que la cocina, la nueva, la vieja, tiene un lugar entre nuestros afectos. Que no hay nada extraño en la memoria del sabor ni en el leal impulso de reconsiderar afectos pasados entre la delicada construcción de nuevas fórmulas.
La otra noche durante la cena recordé y disfruté a partes iguales. Fui consciente de que no hay nada que nos acompañe de verdad que se aleje mucho de nosotros y de que las intenciones del arte son al fin y al cabo caminar desde el pasado hasta el futuro sin destruir lo más valioso a su paso.
Tal vez la memoria no sea después de todo una condena, sino una posibilidad.
Y puede que se pueda hacer camino sin venganza y sin vergüenza, y que se pueda ser algo nuevo sin renunciar a lo mejor de lo que ya ha sucedido.
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