Y la chispa no incendió la pradera
Los estrategas de la consulta por la independencia de Cataluña no dejaron ningún cabo suelto. En la víspera, votación en un pequeño municipio de sólo 21 personas censadas, animadas por líderes de los partidos azuzantes, ya que no convocantes, y encabezadas por el alcalde. Triunfo en toda regla: 90% de votantes y, de estos, 95% por el sí. La ocurrencia, propia de algún aventajado discípulo del presidente Mao, abría el camino a la victoria final: una sola chispa, escribió el gran timonel, puede incendiar la pradera.
La pradera era el resto de municipios en los que dirigentes de partidos, autoridades locales, interventores nacionales y observadores foráneos despertaron el 13 de diciembre dispuestos a celebrar una gran fiesta. Los municipios llamados a la consulta no fueron escogidos según las reglas del azar estadístico, como una muestra de la nación catalana, sino en atención a dos variables predeterminadas: su tamaño y su acendrado nacionalismo. De nuevo, Mao: avanzar por oleadas desde el campo a las ciudades. Los estrategas -dizque miembros de la sociedad civil- se las prometían muy felices: la dignidad de Cataluña, según acuerdo unánime de su prensa, estaba a punto de ser pisoteada por el Tribunal Constitucional y la gente estaba harta y desafecta.
Y bien, en las mejores condiciones posibles, en localidades medianas y pequeñas, donde el control social es más intenso y el nacionalismo goza de mayor arraigo, ante la expectación de la prensa catalana, española y mundial, con sobra de estímulos internos y externos, en la coyuntura más favorable, respetuoso como es costumbre el Gobierno del Estado, dividido, si no ausente, el de la Generalitat, la chispa encendida en Sant Jaume de Frontanyà no incendió la pradera. La participación en el festejo, que era de balde, se quedó en el 27%: 13 puntos por debajo del listón previsto, que por si acaso tampoco se colocó en las nubes.
A la vista de este resultado, lo que parece estar sucediendo en Cataluña es algo muy distinto a una salida masiva de independentistas del armario donde llevarían ocultos tres décadas, temerosos de mostrar su verdadera faz por miedo al ruido de sables propagado durante la transición. Las encuestas no engañan: quienes se sienten mitad catalanes mitad españoles, o viceversa, y quienes, sintiéndose sólo catalanes, no quieren romper los vínculos con España o con el Estado español -por razones de cultura, de mercado, de fervor ante los sucesivos partidos del siglo o por lo que sea- constituyen después de tantas vicisitudes una clara mayoría, como la constituían durante la denostada transición, la añorada República y la lejana Restauración. De siempre, en el catalanismo, ha existido una minoría por la independencia; de siempre, la mayoría del catalanismo se ha tentado el corazón, la ropa y el bolsillo antes de propugnar la independencia.
No es la salida del armario sino la formación de una nueva elite nacionalista que ha acumulado poder simbólico desde las posiciones de poder político consolidadas a partir de 1980 lo que ha llegado a sazón en Cataluña. Es esa clase dirigente -formada por presidentes de clubs, políticos, profesores, párrocos, periodistas, intelectuales, artistas y algunos empresarios- la que se muestra convencida de que "España para Cataluña no es un buen negocio" como dice uno de ellos, consejero nacional de CiU, notario, ex vocal del Consejo General del Poder Judicial y estratega de la operación. Es una nueva clase que domina no sólo por el discurso y la imagen; es dueña además de un amplio poder político, el que se asienta en el control de las instituciones y se beneficia del manejo del presupuesto.
Desde esa sólida posición la nueva clase aspira a todo el poder. Las cautelas de la transición, derivadas de la fragilidad del punto de partida, se han echado a las espaldas. Si Pujol y su gente pensaban en 1980 que era tiempo de construir país para construir nación, la elite nacionalista actual, construido el país, piensa que la culminación de la construcción nacional requiere un Estado propio. Y en esas estamos: la oferta nacionalista está servida, queda tan sólo que las grandes masas comulguen con ella. Quizá, para alcanzar la meta, debían seguir aprendiendo de Mao, que recriminó a los oportunistas de izquierda, o sea, los demagogos, tomar sus fantasías por realidades y pasar "por encima de una determinada etapa de desarrollo del proceso objetivo". No nos engañemos: hay nacionalistas, habrá nación; pero mejor por sus pasos contados.
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