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Columna
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Final de etapa

Josep Ramoneda

La crisis económica ha venido esta vez acompañada de unas señales de crisis política que hacen pensar que estamos ante un final de etapa del régimen democrático español. La tensa espera de la sentencia del Constitucional sobre el Estatut y los referendos por la independencia ponen sobre la mesa las insuficiencias del Estado autonómico. De Cataluña llegan señales de efervescencia que merecen alguna reflexión más que el silencio de los que pretenden minimizarlas o el griterío de los que optan por la lucha cuerpo a cuerpo entre nacionalismos.

Me permito sugerir tres consideraciones: primera, el independentismo ha dejado de ser en Cataluña una opción marginal y forma parte de las opciones que se plantean a sus ciudadanos, al mismo nivel que las otras tres. Es decir, el Estatut como etapa de tránsito hacia el soberanismo (CiU), el Estatut como expresión de la voluntad de seguir en España (PSC) o el fundamentalismo constitucional (PP). Segunda, la izquierda abertzale tiene motivos para aprender de Cataluña. Sin violencia, por vías estrictamente democráticas, el independentismo está mejor posicionado en Cataluña que en el País Vasco. Tercera, ni las bravuconadas de Aznar ni las frivolidades de Zapatero; lo que explica el crecimiento del independentismo en Cataluña es el cambio generacional. Las nuevas generaciones no tienen los prejuicios de las del franquismo y la transición. Han aprendido a entender Cataluña como sujeto político y no como un apéndice o una parte, y para muchos de ellos la independencia es algo natural. Los Madí, Homs, Puig, Pujol, Vives, que forman el entorno de Artur Mas en CiU, dicen sin ambages que la independencia (o soberanismo, el eufemismo que se usa para no inquietar a una parte del electorado) es el objetivo de su generación.

De este retrato se deduce un problema político real en el encaje del Estado de las Autonomías, que estará ahí sea cual sea la decisión del Constitucional. Los dirigentes políticos no pueden seguir eludiendo sus responsabilidades transfiriendo a los jueces la resolución de problemas de su competencia, como ha hecho el PP, en este caso. Probablemente hay un camino: el de las soberanías compartidas, en un marco federal asentado sobre relaciones de tipo bilateral. Este marco hoy es España pero algún día puede ser perfectamente Europa. Y la independencia habrá llegado y nadie sabrá cómo ha sido.

No es éste el único signo de crisis política. El bipartidismo imperfecto PSOE-PP está mostrando sus limitaciones, con riesgo de dejar a un número cada vez mayor de ciudadanos sin opción política con la que sentirse mínimamente cómodos. La ausencia de proyecto político por ambas partes resta a la democracia la dimensión de deliberación colectiva y confrontación de ideas y propuestas que la hace fuerte. La limitada autoestima de ambos contendientes se manifiesta en la falta de voluntad de pactos de interés general. El horizonte es estrictamente táctico: el PSOE, empeñado en acorralar al PP en el rincón de la extrema derecha, ahora presentándole "como un partido desleal que se lava las manos contra el paro". El PP con su táctica de humor negro: dejar que la economía se desangre y se lleve a Zapatero por delante.

Esta incapacidad de poner el interés general en primer plano es una forma de crisis política. Especialmente cuando cunde una profunda sensación de injusticia. La percepción de que los gobiernos han optado por salvar a las grandes corporaciones financieras y se han desentendido de la suerte de los demás. La convicción, alimentada por la pasividad ante la corrupción, de que hay un entramado político-económico, una especie de Estado corporativo, autosuficiente, cada vez más alejado de la ciudadanía. Un dirigente político catalán decía sobre Laporta que no hay que confundirse, que en política las cosas no se arreglan fichando a un Ronaldinho o a un Guardiola. Es una buena descripción del populismo. Que es la primera amenaza que aparece siempre que un régimen da síntomas de agotamiento y no es capaz de renovarse a fondo.

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