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Columna
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Campo de descarga

Dice Piglia agudamente que "no hay como el latín para calmar los ánimos". Por lo menos se puede intentar, ahora que el proyecto de regulación de las descargas en Internet anunciado o asomado por el Ministerio de Cultura ha puesto el ambiente al rojo vivo, aquello de in medio stat virtus; no para incitar a dejar el asunto en unas estáticas e indefinidas tablas, sino como una manera de subrayar la necesidad de que ambos lados se alejen, en fondo y forma, de su extremo (casi dan ganas de decir de su extremidad, dada la poca cabeza de algunos de los planteamientos implicados). Y se puede imaginar una entrada en materia más desafortunada por parte del ministerio, un abordaje más torpe del asunto, pero cuesta. Creo que se ha intentado surfear sobre la ola creada por otras legislaciones europeas pero sin la debida tabla y sobre todo sin el conocimiento y/o la consideración suficientes del contexto en el que esa norma reguladora deberá aplicarse. España es uno los países donde más y más alegremente han florecido las descargas ilegales. Estamos, como es bien sabido, a la cabeza de Europa en piratería. Es esa cultura la que hay que regular y sobre todo reconducir, reconvertir al respeto por una propiedad intelectual que también debe actualizarse. Y entiendo que al Ministerio debe exigírsele no sólo que presente un proyecto con una argumentación jurídica irreprochable, coherente con nuestras garantías fundamentales, sino además un conjunto de pedagogías y medidas que sirvan para acercar posturas y diseñar nuevos escenarios y espacios de legalización de descargas, para cambiar así la mentalidad de barra libre de la que hoy participan tantos y tantos usuarios de Internet, que no es en absoluto defendible.

"Querer es poder", decía el refrán cuando aún no existían Internet ni Photoshop ni gadgets que copian la intimidad y la creatividad de cualquiera en cualquier parte. Hoy ese inmenso poder no debe traducirse automáticamente por quererlo todo, sino por un equilibrio entre las posibilidades y los límites, como los que marca el respeto por los derechos de autor. Y ese equilibrio pasa, a mi juicio, por la imaginación y el pacto. Imaginación para multiplicar y abaratar en la Red las descargas legales; y para complementar los bienes culturales descargables con otros que vivan (y permitan vivir) fuera del trajín cibernáutico, en la materialidad de otros formatos, de otros escenarios, de otras relaciones de los artistas con su público. El pacto es, como su nombre indica, un compromiso de diseño y respeto de reglas dúctiles -pero reglas- para delimitar esa infinita libertad de juego que es Internet. Hay quien piensa que querer regularla es como pretender ponerle puertas al campo. Al campo no se le pueden ni se le deben poner puertas. Pero sí sendas balizadas que orienten justamente la marcha, que alejen al caminante de los despeñaderos de la propiedad intelectual, de los abismos.

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