_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Reestructuración

El flamante anteproyecto de Ley de Economía Sostenible (LES), que el Gobierno presentó hace dos semanas como un plan de reestructuración capaz de relanzar la economía española a partir del año próximo, ha quedado súbitamente desacreditado por el impacto que sobre los mercados ha tenido la rebaja de la calificación de nuestra deuda por parte de la agencia Standard & Poor's. Por eso, en su presentación el jueves pasado del tercer informe anual de su Oficina Económica en La Moncloa, el presidente Zapatero intentó contrarrestar el dictamen de la agencia de rating, argumentando que nuestra solvencia está asegurada porque la deuda española continúa siendo inferior al promedio europeo. Pero al parecer no ha sido escuchado, pues los mercados prefieren prestar más crédito a los malos augurios sobre nuestra economía que al forzado optimismo del Gobierno.

Necesitamos con urgencia un plan verdadero de reestructuración

Y no es para menos. Es verdad que nuestra deuda todavía es inferior al promedio de las demás economías, pero a cambio es la que crece a mayor velocidad de todas. Y lo que parece peor es que seguirá creciendo, dada la necesidad de financiar el ingente déficit estructural nacido tras la caída de la burbuja inmobiliaria, que continuará pesando como una losa insoportable sobre el conjunto de nuestra economía: un déficit hecho tanto de ingresos tributarios cesantes como de gastos derivados del enorme desempleo acumulado. Y mientras la economía no vuelva a crecer lo suficiente para absorber esa bolsa de desempleo, el lastre deudor del déficit estructural nos impedirá salir del agujero.

Total, que necesitamos urgentemente un verdadero plan de reestructuración económica, capaz de volver a crear cuanto antes un millón de empleos al menos. Y para eso, con la flamante pero casi marchita LES ya no basta, sino que hacen falta verdaderas reformas estructurales que nos permitan recuperar el crecimiento con el vigor suficiente como para crear empleo neto. Y entre esas urgentes reformas destaca en especial la reforma del mercado de trabajo, dado que es aquí donde reside la causa primera y última de nuestro déficit estructural: la causa primera por la carga fiscal de la bolsa de desempleo acumulada, y la causa última porque la demanda de consumo que es nuestra locomotora económica no volverá a recuperarse generando crecimiento hasta que el desempleo acumulado se absorba. Una reforma laboral que por fin el presidente Zapatero, tras mucho rechazarla y quizás espoleado por la amenaza de Standard & Poor's de rebajar nuestro rating, también anunció el jueves pasado en su presentación del informe anual, emplazándola para el primer trimestre de 2010.

Ya era hora, aunque más vale tarde que nunca. Pero cabe temerse lo peor, pues la reforma laboral que se anuncia podría verse de nuevo frustrada, quedando finalmente en nada. En efecto, a pesar del anuncio de Zapatero, y a juzgar por la experiencia reciente, lo más probable es que las centrales sindicales sigan vetando la reforma laboral con sus famosas líneas rojas. Y dada la debilidad política de Zapatero, es muy posible que al final le impongan su veto, por temor al precio que tendría que pagar si osase enfrentarse a la resistencia sindical. Al fin y al cabo, hoy se conmemora el 21º aniversario de la huelga general que marcó el principio del fin de la anterior etapa de gobiernos socialistas, como se han encargado de subrayar las movilizaciones de este sábado pasado. Y si las centrales sindicales pudieron con Felipe González, ¿cómo no iban a poder con Rodríguez Zapatero? Y sin embargo, la perentoria necesidad de una reforma laboral capaz de crear empleo, como la proyectada por el manifiesto de nuestros 100 primeros economistas (entre los que figuraba el actual secretario de Estado Campa), es cada vez más clara y urgente. Y para ello resulta imprescindible derribar el muro de Berlín laboral que separa el empleo fijo protegido del precario sin proteger. Puede parecer comprensible que los sindicatos se refugien en la defensa de los intereses de los trabajadores fijos, defendiendo su blindaje contra el despido y la elevación de su poder adquisitivo. Pero lo que no parece justo es que, al hacerlo así, demuestren tan poca solidaridad con los trabajadores potenciales hoy desempleados (en su mayoría jóvenes e inmigrantes), condenados como están al empleo temporal y precario. Y lo que aún parece menos comprensible es que el presidente Zapatero, en lugar de ejercer su liderazgo político, renuncie a intentar una mediación más justa entre trabajadores sindicados y trabajadores desprotegidos, convenciendo a aquellos para que se solidaricen con éstos. Sería la única forma para sindicatos y Gobierno de defender el interés general.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_