Puerta grande para una gran diva
El mundo cambia a pasos agigantados. Hace unos días, con motivo de la concesión de la primera estrella Michelin a dos restaurantes madrileños, el cocinero Sergi Arola afirmaba que bajo ningún concepto habría pronosticado hace tres o cuatro años que los nuevos líderes gastronómicos de la capital fuesen un restaurante de fusión y uno japonés. Si hace tres o cuatro años alguien hubiese pronosticado un éxito apoteósico de un concierto lírico en el Real basado en la recreación del barroco fundamentalmente napolitano de los castrati, a cargo de una mezzosoprano y un conjunto de instrumentos de época, le hubiesen tomado por visionario o algo peor.
Pero así ha sido. Me inclino a pensar que este cambio de sensibilidad no ha sido exclusivamente por "esa modernidad que busca sus raíces en el pasado barroco, tratando de ver en éste el espejo de sí misma, como un reflejo fiel en el que poder mirarse y hasta afirmarse", como escribe Aurora Egido en el ensayo El barroco de los modernos. Es más, creo que el delirio que despertó el concierto tiene más que ver con la fuerza interpretativa y la condición de animal escénico de la mezzosoprano romana Cecilia Bartoli. Está más que comprobado que desde hace unas décadas los intérpretes gozan de una admiración popular muy superior a los creadores. Y lo que es innegable es que Bartoli arrasa.
CECILIA BARTOLI
Obras de Porpora, Vinci, Leo, Graun, Broschi, Araia y Caldara. Il Giardino Armonico.
Director musical y flautas: Giovanni Antonini.
Teatro Real, 12 de diciembre. Madrid.
Bartoli sabe bien cuál es el terreno de juego en el que pone sus propuestas
¿Por qué? Pues lisa y llanamente porque, además de sus condiciones de artista soberana, ha sabido adaptarse como nadie a las exigencias y condicionamientos de nuestro tiempo. Bartoli sabe muy bien cuál es el terreno de juego en el que plantear sus propuestas. En el anterior recital en Madrid, una particular soirée rossiniana, el pasado abril, suscitó dudas sobre sus libertades interpretativas. Tomó buena nota y esta vez ha venido con la teoría de su recital perfectamente armada. Ha sido imposible resistirse a su exhibición de virtuosismo, a su apabullante dominio de las agilidades, a su facilidad melódica, a su vertiginoso control respiratorio, a su arrolladora simpatía, a su milagrosa capacidad de comunicación, a su despliegue pirotécnico de fuegos de artificio, a sus dosis de emoción contenida. Podía haber caído en la monotonía por la insistencia en un terreno previsible y, sin embargo, ha conseguido que la tensión no bajase en las casi tres horas de concierto. Eso es lo que se entiende por inteligencia escénica. Antonini y el grupo Il Giardino Armónico estuvieron exultantes, pero la reina, no nos engañemos, es ella.
La coartada en esta ocasión era la recuperación del repertorio de los castrados. En otras lo han sido la música prohibida por el Vaticano en un periodo histórico o la figura de María Malibrán. Para Bartoli es importante encontrar un tema que dé consistencia intelectual a su discurso artístico, además de facilitar el desarrollo de sus habilidades vocales e interpretativas. Luego están las giras mundiales, el apoyo de las grabaciones de lujo por su discográfica Decca: complementos para la rentabilización económica de la idea. El mensaje del último proyecto Bartoli habla de sacrificio a favor de la belleza artística. En el mundo de los toros también hay sacrificio, pero no se hace tan explícito. No me resisto a decir, al hilo de las analogías, que Bartoli estuvo torerísima en su recital. Y mereció la puerta grande. Por su empuje, por su descaro, por su arte. Cautivadoras sus arias de Graun o Parto, ti lascio, o cara, de Porpora. Sobrenaturales sus incursiones plenas de brillantez en Broschi o Porpora. El virtuosismo salió reivindicado como valor supremo. El imperio de lo efímero se elevó a categoría moral. No es cuestión de estética sino de ética. Por mucho que a más de uno le sorprenda.
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