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Columna
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Hamburguesas

Detesto las hamburguesas. No es tanto una cuestión de sabor como de filosofía. Para empezar acuso directamente a ese engendro culinario de haber arrinconado a los filetes rusos. Aquello era otra cosa. La carne bien escogida, grasa la justa, picada por el carnicero ante tus narices y aderezada con el toque personal de la casa. Una delicia prácticamente extinguida para mayor gloria de las multinacionales del burger y de la madre de todos los alimentos basura. La hamburguesa es cómoda, barata y admite todos los ornamentos y subterfugios culinarios que engañan a la vista, no al estómago ni al sentido del gusto.

La trajeron los yanquis con todo su aparataje de mercadotecnia e hizo fortuna en todo el mundo. Bien es verdad que España, en las cosas de comer, no es como todo el mundo, y cabría esperar de nuestro fino paladar una reacción algo más exigente. No la hubo, como no la ha habido con otros tantos hábitos alimentarios foráneos que han degradado nuestra dieta y buen gusto.

La trajeron los 'yanquis' con todo su aparato de mercadotecnia e hizo fortuna en todo el mundo

Ahora el Gobierno ha preparado una nueva Ley de Seguridad Alimentaria con la que pretende, entre otros propósitos, poner freno a la preocupante obesidad infantil. Esa ley prohibirá regalar juguetes a los niños que pidan hamburguesas, como hacen las multinacionales del picadillo. Un veto por el que ha puesto el grito en el cielo el Partido Popular. Su diputada Ana Pastor ha acusado al Ejecutivo de actuar de cara a la galería limitándose a estigmatizar las hamburguesas. Aunque su protesta suene demasiado a defensa del negocio de los burger, algo de razón tiene la señora Pastor.

Es verdad que no basta con acabar con los reclamos; además hay que educar a la gente para que sepan realmente lo que sus hijos y ellos mismos comen. Desde luego que acotar los cebos publicitarIos ayudará cuando menos a propagar las causas que aconsejan limitar el consumo de hamburguesas, al igual que ocurrirá con la prohibición de vender refrescos y bollos en los colegios, que también contempla la ley. Son llamadas de atención tras las que ha de haber, sin embargo, mucha información y mucha formación de la que ahora se carece.

Sólo así se explica que, en un país rico como pocos en alimentos frescos y saludables, la mayoría de los padres resuelvan el desayuno y la merienda de sus críos con bollería industrial. Es otra solución comodona y seductora por su aspecto exterior o incluso por los cromos o pegatinas que regalan. Nadie sabe lo que tienen las chuches y a casi nadie parece importarle. Apenas una minoría se interesa por los ingredientes y el valor nutricional de lo que ingieren. A decir verdad, tampoco resulta fácil enterarse. La industria alimentaria ya tiene buen cuidado de poner en grandes caracteres lo que le conviene y en letra de hormiga lo que le avergüenza. Particularmente escandaloso es el caso de las llamadas grasas trans, tan presentes en las margarinas, fritos y bollos, y que la nueva ley pretende limitar. Son aceites hidrogenados que disparan el colesterol malo, disminuyen el bueno y favorecen de forma determinante las enfermedades cardiovasculares. A pesar de su malignidad manifiesta y reconocida por toda la comunidad científica, hay que hacer un cursillo de criptografía para localizar su presencia en las etiquetas.

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La señora Pastor ha hecho hincapié en la necesidad de mejorar el etiquetado y en eso acierta de lleno. Lo que ella denomina "el síndrome de la letra pequeña" no es otra cosa que la práctica generalizada de escamotear la presencia de componentes baratos que favorecen la textura y conservación del producto a costa de perjudicar seriamente la salud. El ejemplo más escandaloso son las palomitas de microondas, bajo cuya apariencia inofensiva se esconde una concentración de grasas saturadas, que, según estudios recientes, equivale a la de tres hamburguesas. La salud ha de ser antes que el negocio y en la industria alimentaria los del burger no son los únicos culpables.

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