Dolores del alma
Esta temporada, han tardado en llegar las emociones, santo y seña de la ópera, al Teatro Real. En el segundo y tercer acto de Jenufa estallan en toda su plenitud, al servicio de las pasiones del alma o del establecimiento de la madurez por el sufrimiento. Una ópera tan "innovadora" -en expresión de Milan Kundera- como Jenufa no admite medias tintas. O produce un escalofrío en el espectador o algo falla. La fórmula para conseguir esa sacudida emocional es sencilla, la aplicación no tanto. La ópera funciona si las aportaciones de las voces, la música y el teatro están en sintonía con la historia que se está contando. En esta ocasión lo están. Aunque el primer acto tenga una realización algo tosca, se disculpa por el desgarro de los otros dos.
JENUFA
De Leos Janácek. Director musical: Ivor Bolton. Con Amanda Roocroft, Deborah Polaski, Miroslav Dvorsky, entre otros. Sinfónica de Madrid, Coro Intermezzo. Teatro Real, 4 de diciembre.
La soprano Amanda Roocroft emociona en su personaje de Jenufa
El director de escena y escenógrafo Stéphane Braunschweig le tiene cogido el punto a Janácek. Se pudo comprobar en El caso Makropulos en Aix-en-Provence. Se revalida la impresión ahora con Jenufa. Su planteamiento es estéticamente sobrio, filosóficamente conceptual, poéticamente teatral. Lo que importa es la creación de una atmósfera para que los personajes manifiesten sus dudas, sus complejos de culpa o, sencillamente, sus estados de ánimo. Braunschweig lo consigue con la desnudez de un espacio pensado en función de los sentimientos. Con los objetos mínimos: las aspas de un molino, una cuna, los bancos de una iglesia, una maceta, unas flores. ¿Para qué más? Luego, claro, está el teatro, y ahí los cantantes se muestran como avezados actores y las pasiones salen a flote permanentemente. Con la intensidad que reclama el drama.
Ivor Bolton lo llena todo de fuego musical. Y la orquesta le responde. En una ópera que ha tentado a maestros tan en las antípodas como Gardiner o Thielemann, Bolton se desenvuelve con brillantez. Su dirección es vibrante. La tensión musical no desfallece en el nudo y desenlace de la tragedia y podría ser más matizada en el planteamiento.
Los cantantes se identifican con sus personajes. Amanda Roocroft emociona. Ha profundizado en el papel que da título a la obra respecto a sus actuaciones en Oviedo. Es sutil, interioriza los sentimientos, no renuncia a la mirada hacia adelante. Deborah Polaski hace una creación de Kostelnicka (la anterior en Madrid fue nada menos que Leonie Rysanek en 1993, en La Zarzuela: un hito en la historia lírica de esta ciudad) mostrando los registros más humanos y desesperados de su personaje. No es en su actuación la madrastra alguien intrínsecamente perverso, sino la consecuencia de unos valores sociales y religiosos opresivos.
La representación se redondea con las notables prestaciones de Dvorsky y Schukoff como Laca y Steva, respectivamente, y con una actuación correcta del Coro Intermezzo. El público aplaudió con calor a todos los artistas.
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