Un nuevo romanticismo
En 1966, una canción de Michel Delpech estuvo sonando durante todo el verano en la radiofórmula francesa. "Esa chica con su minifalda, sus botas de Courrèges y su Cacharel", machacaba el estribillo. Su autor le estaba poniendo banda sonora en clave de pop al estilo de una nueva generación de jovencitas que habían encontrado quien las vistiera acorde con el signo de los tiempos. Eran las primeras chicas en el sentido actual del término. Y no querían pasar directamente del uniforme escolar de niña al traje de chaqueta de señora. Hoy es necesario especificar que la prenda de Cacharel a la que Delpech se refería era una blusa de mangas estrechas y una sugerente botonadura a lo largo de la espina dorsal. Entonces no. Era la parte por el todo. La camisa para mujer hecha de crespón lanzada por la firma en 1962 había tenido tanto éxito (sólo ese año se vendieron 300.000 ejemplares) que se hablaba de una Cacharel, a secas. Un año después, la modelo del momento, Nicole de Lamargé, posaba con ella en la portada de la edición gala de la revista Elle. La fotografía dejaba intuir que debajo no llevaba sujetador. A partir de entonces, ninguna chica quiso ponérselo.
Cacharel creó un nuevo modelo de femineidad. Etérea y velada. Algodón fresco para niñas buenas. Paz y amor
El artífice de esta creación revolucionaria (entonces todas lo eran) fue Jean Bousquet, un sastre formado en el taller de Jean Jourdain que supo ver más allá de los cánones sartóricos y se estableció por su cuenta fundando una compañía casi unipersonal. "Tras cinco años trabajando en Jean Jourdain, les propuse asociarme con ellos, pero rechazaron la idea, así que creé mi propia empresa. Le puse Cacharel en honor a un pájaro de la región de la Camarge. Más que por su capacidad evocadora, porque es un nombre que se pronuncia igual en todos los idiomas", cuenta él. A pesar de tener la tez cartilaginosa y peinar (sólo) canas, algo queda en este octogenario del aire postinero que lo convirtió en un galán típicamente sesentero. Poco amigo de las entrevistas, el pasado junio decidió hacer una excepción. Fue en París, durante la presentación de Scarlett, la nueva fragancia de la marca: "Cómo no iba a darle una entrevista a un medio de España. Si es una plaza fuerte de nuestro mercado". En el año de su 50 aniversario, Cacharel está viviendo un momento de transición. Con un pie en la jubilación, Bousquet lo quiere dejar todo atado y bien atado. Ha nombrado director empresarial a Marc Ramanantsoa, de 27 años. Él será el encargado de cuadrar las cuentas y desarrollar planes de expansión a corto y largo plazo. La parte creativa queda en manos de un equipo interno de la casa. No hay nombres propios. Quieren volver a la marca. Relanzarla. En ese sentido, Scarlett es su gran baza. Su triunfo puede preceder a otros mayores.
Criado en Nimes, Bousquet llegó a París a finales de los años cincuenta. Se instaló en el barrio de Le Marais. El sueño novelesco de cualquier chico de provincias de la época, vamos. Ayudado por su cuñada Corinne Sarrut, que luego se convertiría en diseñadora de la marca, allí fue donde abrió su estudio. "Teníamos ganas, nos atrevíamos... y todo nos salía bien", recuerda él. Con sus vestidos plisados, blusas de mangas globo y gabardinas cortas, Cacharel creó un nuevo modelo de femineidad. Etérea y velada. Algodón fresco para niñas buenas. Paz y amor. En una época en la que la alta costura dejó de ser el referente absoluto para dejar paso al prêt-à-porter, Bousquet se convirtió en el Yves Saint Lauren de las clases medias. Dice que no intuyó nada, que lo que tuvo fue capacidad de respuesta. "No fui un visionario. Había que estar muy ciego para no darse cuenta de lo que estaba pasando. Yo, simplemente, les di a las mujeres lo que estaban buscando". Capturó el espíritu de los tiempos, que se dice.
Colección tras colección, Sarrut creará la moda que a ella le gusta. Se proyectará en ella. Diseñará para sus semejantes: chicas que se sueñan haciendo pucheritos en un cuadro de Balthus o muriendo entre nenúfares a lo Ofelia. Nínfulas retozonas. Un año después de su llegada a Cacharel, dio con la que sería la siguiente seña de identidad de la marca: el Liberty. Normalmente asociado a niñas que llevan vestidos de nido de abeja (y que en el imaginario español se llaman Cayetana o Camino), este estampado floreado vivía en el olvido de la moda. "Cuando el agente de Liberty nos enseñó unas muestras, no lo dudamos. Las próximas blusas de Cacharel se harían con este tejido. Viajamos juntos a Londres, a visitar la tienda Liberty de Regent Street. Estudiamos sus archivos y sacamos a la luz los diseños más antiguos. Les cambiamos los colores y los volvimos a estampar. Corrine les dio una nueva vida a esas abigarradas florecitas. Les quitó algo de inocencia para insuflarles excitación. Consiguió convertirlas en algo atractivo para las jóvenes. Las elevó a objeto de moda".
Todo fluía. Pero Bousquet quiso más. Concretamente, conseguir comunicar su producto a través de una imagen. Por aquel entonces, su cuñada le presentó a la modelo metida a fotógrafa Sarah Moon. Él le dio carta blanca y ella creó para Cacharel un lenguaje publicitario inédito. "Sarah puso delante de la cámara a sus propias amigas y las fotografió envueltas en una atmósfera irreal. Construía para ellas un decorado suspendido en el tiempo y en el espacio, como si fueran personajes en busca de un autor". Todo muy Klimt. Deliberadamente candoroso y, por ello, nunca exento de sexualidad. Lo cierto es que Cacharel fue pionera en prescindir de las prendas en beneficio de la imagen, en crear un ambiente. "Fuimos de los primeros en eliminar los precios de la ropa y el nombre de la marca de nuestras campañas", concluye.
Para la generación que vivió los años sesenta, Cacharel significaba blusas de crespón y estampado Liberty. Pero a día de hoy, para cualquier mujer mayor de 25 años, Cacharel es igual, por encima de todas las cosas, a un bote de color perlado que encierra un jugo con olor a buqué de flores. Anaïs Anaïs, el perfume con nombre de putita francesa que perfumó el despertar al mundo de los afeites de millones de chicas. Un best seller que batió todas las marcas y sigue posicionado como el segundo más vendido de la historia. "Anaïs Anaïs funcionó por oposición a las colonias adultas como Poison, de Dior. La idea se me ocurrió en un avión. Llevaba unas copas de más y pensé: voy a lanzar una fragancia joven. En cuanto aterricé, me puse en contacto con L'Oréal", confiesa Bousquet. Era 1978. Diez años después, todas quisieron ser Lou Lou (oui, se moi) en honor al segundo lanzamiento olfativo de Cacharel. Llegada a este punto, Cacharel había conseguido una unidad entre la división textil y la perfumista envidiable, pero mientras la segunda seguía avanzando, la primera se estancaba. La euforia inicial por parte de las consumidoras dejó paso a la indiferencia. En los años sesenta y setenta, vestir de Cacharel era un canto a la libertad; a partir de los ochenta era cursi. Sólo mantuvieron viva la marca los beneficios provenientes de la venta de los perfumes. Nada del todo extraño, pues éstos siempre suelen ser el verdadero sostén económico de las marcas. Con el fin de los años dorados, Sarrut y Moon se desvincularon del proyecto y Bousquet reorientó su carrera en otra dirección. Se embarcó en política con la intención de ser elegido alcalde de Nimes. Lo consiguió y confió la dirección creativa de su marca a Clements Ribeiro, un dúo de diseñadores que la mantuvieron en un (digno) segundo plano dentro del panorama de la moda. Cacharel vivía de los réditos del pasado. Finalmente, los criterios creativos divergentes acabaron con la alianza. O eso es lo que trascendió a la prensa. Tras siete años en el puesto, Suzanne Clements e Inacio Ribeiro fueron sustituidos por otra pareja, Mary Elay y Wakako Kishimoto. Aún duraron menos en el cargo. Sólo tres años. "Es complicado dejarlo todo en manos de diseñadores que mantienen su marca mientras diseñan para la tuya. Pueden usarla como mero trampolín para lanzarse ellos", sentencia Bousquet. "A partir de ahora, la única estrella va a ser Cacharel".
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