Noches de Berlín
Del epicentro urbano del convulso siglo XX salió el mundo globalizado y multipolar de hoy
Una noche, la del 12 de agosto de 1961, el telón de acero que había caído sobre Europa en 1945 cerró su último portillo. Cortó Berlín en dos, como si la hubiera pasado por una cizalla. Primero se extendió en forma de cadena de policías y blindados, alambres y obstáculos, y en pocos días con un muro que fue creciendo y fortificándose. La antigua capital alemana venía sufriendo la presión soviética desde junio de 1948, cuando las autoridades de Moscú la mantuvieron durante varios meses bloqueada y sin suministros ni comunicaciones terrestres. Era el punto de fuga por donde millares de alemanes huían de la zona de ocupación soviética y a la vez zona de fricción donde las dos superpotencias enfrentadas en la guerra fría llegaron a situar a sus tanques apuntándose unos a otros. Los momentos más delicados de aquella confrontación, cuando Moscú y Washington estuvieron más cerca de pulsar el botón nuclear, se sitúan entre la construcción del muro berlinés, aquella noche de agosto de 1961 y noviembre de 1962, cuando la Unión Soviética retiró de Cuba los misiles que apuntaban en dirección a Estados Unidos.
Cayó el muro de la guerra fría, pero permanece su huella, las armas nucleares que todavía hay en el mundo
Al cabo de 28 años, otra noche, la del 9 de noviembre de 1989, el mismo muro se agrietó, empujado por el vendaval de libertad que se había levantado en todo el bloque comunista, al impulso de la perestroika de Mijaíl Gorbachov. Por aquella brecha se desbordó velozmente el caudal embalsado durante la guerra fría, de forma que en cuestión de meses se unificaron las dos Alemanias, cayeron todos los regímenes comunistas europeos, desapareció la cárcel de pueblos y de ciudadanos en que se había convertido la Unión Soviética y el mundo entero se encontró, de pronto, ante el reto, hoy todavía sin colmar, de construir una arquitectura política internacional totalmente nueva sobre las ruinas de la que acababa de hundirse.
Pocos creían en 1961 que el régimen comunista se atreviera a partir en dos la vieja capital alemana y a dejar encerrados a los berlineses occidentales en una isla comunicada por tres corredores aéreos y el mismo número de autopistas con el resto del mundo occidental. Eran también pocos en el otoño de 1989 quienes imaginaban que la división de Berlín y de Alemania, de Europa y del mundo, tenía las horas contadas. Tanto la construcción del muro como su destrucción aparecieron en sus respectivos inicios como tareas irreales; al igual que, muy poco después, todo el mundo consideraba que habían sido inevitables, y se extrañaban, en 1961, de que no se hubiera erigido antes y, después de 1989, de que la farsa de aquellos regímenes hubiera durado tanto tiempo.
Todo empezó, pues, en la última noche berlinesa. Allí el mundo empezó a salir de la pesadilla de un Apocalipsis provocado por la propia mano del hombre. Allí se clausuró el campo de batalla europeo que había ocupado el centro del mundo durante todo el siglo XX y empezó a desplazarse el eje del poder y de las tensiones hacia el Sur y hacia Oriente. Fue una noche transformadora, que generó un mundo nuevo, primero unipolar, con una única superpotencia, y más tarde, ahora, multipolar. La carrera de armamentos y el equilibrio del terror, sobre los que se había asentado la paz en Europa durante toda la guerra fría, terminaron de pronto. Si hasta entonces todo permanecía congelado en un mapa cuadriculado de fronteras y bloques, a partir de aquel momento empezó un movimiento en dirección contraria, que dio paso a la integración regional, la globalización económica e incluso a la revolución digital, en dos décadas que significaron la desaparición de numerosas fronteras y el desplazamiento de otras.
La primera de todas en esfumarse fue la frontera interalemana, de forma que los alemanes pudieron alcanzar por primera vez en su historia la unidad nacional en libertad. La Unión Europea, concebida inicialmente para evitar el retorno de la guerra en Europa, se convirtió en la máquina de paz, prosperidad y estabilidad con que se fabricó el destino de los países surgidos del comunismo. A excepción de los Balcanes, donde momentáneamente regresó la limpieza étnica y la ideología del nacionalismo dominador. Pero creció a velocidad de vértigo en el resto del continente, primero absorbiendo los países neutrales de la guerra fría: Austria, Finlandia y Suecia. Luego, en dos tacadas, a diez antiguos países comunistas, que situaron las fronteras de la UE en Bielorrusia, Ucrania y Rusia. La frontera polaca sobre los ríos Oder y Neise, reconocida tras la Segunda Guerra Mundial y aborrecida por los alemanes, quedó definitivamente consolidada, cerrando de una vez por todas el irredentismo germánico sobre los antiguos territorios de Pomerania, Prusia Oriental, Alta Silesia y, en paralelo, también de los Sudetes checos. Como resultado de todo ello, Moscú perdió todo el viejo glacis soviético, de forma que la Alianza Atlántica absorbió a la gran mayoría de los antiguos socios del Pacto de Varsovia, a la vez que estallaba el imperio y se desprendía dolorosamente de su propia cuna nacional que es Ucrania.
La huella bélica del siglo XX es profunda y no se borra de un plumazo, sobre todo de las mentes. La guerra fría ha modelado las actuales instituciones europeas y ha dejado además una herencia inquietante. Por una parte, un fabuloso arsenal de armas, capaz de destruir varias veces el planeta entero. Por la otra, unos reflejos geopolíticos, sobre todo en las dos antiguas superpotencias que se habían mantenido en tensión durante 45 años. Con mayor lentitud de la deseada ha ido descendiendo el número de cabezas nucleares almacenadas, desde las 50.000 que se calcula había en 1989 hasta las 25.000 que puede haber en la actualidad en los arsenales de los nueve países de los que se sabe que las poseen.
En las dos últimas décadas han sido muchos los gestos reflejos dictados por la pesadilla de la autodestrucción que atormentó a la humanidad durante la entera guerra fría. Los ha habido, naturalmente, en Moscú, donde cuesta enterrar los instintos imperiales y resurge una y otra vez el viejo despotismo zarista, que anula a los individuos en nombre de la patria sagrada y busca constantemente medirse con Estados Unidos para calibrar la propia grandeza. Están muy vivos en los países que estuvieron bajo la bota soviética y temen un súbito resurgimiento del imperialismo ruso. También los ha habido en Washington, aunque sólo los neocons intentaron, con la presidencia de Bush, la reproducción de un mundo bipolar y el enfrentamiento contra las fuerzas del mal en los campos de batalla de una guerra caliente y convencional, en una especie de revancha -fracasada- por no haber podido librarla contra la Unión Soviética.
Pero a la postre, pocos guerreros fríos han quedado en ejercicio. La mayoría se ha ido convirtiendo en lo contrario, en apóstoles del desarme. En 1999, el Financial Times publicó unas declaraciones del mayor halcón de la guerra fría, Paul Nitze, entonces ya con 92 años, en las que se mostraba partidario de la eliminación absoluta de todo el arsenal nuclear del planeta. Ocho años más tarde, un grupo de figuras políticas también ya retiradas, encabezado por los ex secretarios de Estado republicanos, George Shultz y Henry Kissinger, publicó en The Wall Street Journal su propio alegato a favor de la desaparición de todo el arsenal nuclear.
Entre la noche oscura de 1961 y la noche luminosa de 1989 transcurre la historia alucinante de un muro que dividió Berlín, Europa y el mundo, y cuya desaparición ahora celebramos como agua felizmente pasada. La eliminación del arma nuclear está en el programa presidencial de Obama, y la canciller Merkel cuenta en su contrato de Gobierno con el desmantelamiento de las últimas 20 bombas nucleares americanas que quedan todavía en territorio alemán. El día que se cumplan estos propósitos quedará definitivamente borrado el rastro de aquella ignominia.
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