_
_
_
_
Reportaje:

El milagro de sor Verónica

Jesús Rodríguez

El 22 de enero de 1984, Marijose Berzosa abandonó el mundo. Tenía 18 años. Dejaba atrás la carrera de Medicina; los novios de quita y pon y las discotecas ochenteras envueltas en volutas de porro; el baloncesto, la guitarra y el teatro. Aquel domingo cruzó sin pestañear el gélido zaguán del número 6 de la plaza de Santa Clara, en el corazón de Lerma, una villa burgalesa de 2.500 habitantes, para convertirse en sor Verónica. Ingresaba en el convento de clausura de la Ascensión, que había albergado tras sus barrotes a monjas clarisas desde 1604. Sería su hogar y su tumba. Una apuesta para la eternidad. Pocos confiaban en su vocación. "Nadie me entendió. Hubo apuestas de que no iba a durar nada. Pero ellos no sentían la fuerza del huracán que me arrastraba", confesaría más tarde.

Rouco fue el primero en cortejarlas. les diseñó un plan de estudios impartido por su conservadora facultad de teología
La Aguilera se ha convertido en una sociedad perfecta, observada con tensa atención por toda la iglesia católica
"España está tan pagana que hace falta que compartamos nuestra fe. Es el momento de actuar", dice una hermana

Era casi una niña. Bastante guapa, como ella misma se describe. Famosa en Aranda de Duero por sus bellos ojos verdes. Alegre y abierta. De clase media. Educada en un colegio de religiosas. Su padre poseía una zapatería y en su familia había una antigua afición por la música y la poesía. Marijose era la menor de cinco hermanos. Todos hombres y universitarios. Uno sacerdote. Hoy obispo auxiliar de Oviedo. Su espejo y guía. Brillante y mandona. Ni beata ni ñoña. Con una relación intermitente con la Iglesia; voluble y eterna insatisfecha: la clásica adolescente en busca de una salida. La encontró aquel lejano 1984. Tomó la decisión en apenas quince días.

Sencillez, humildad y pobreza. Vida contemplativa. Ora et labora. Marijose aterrizaba en un convento habitado por una veintena de monjas donde la más joven había cumplido los 40 y en el que hacía 23 años no entraba una novicia. No lo tuvo fácil. Le aguardaban un basto hábito pardo ceñido por el cordón blanco de los franciscanos (la familia religiosa de la que nacieron las clarisas) y sandalias en invierno y verano; el pelo casi al cero, como ella relata; una fría celda, rezos desde la madrugada, penitencia, silencio, ayuno y trabajo en el obrador y el huerto. Aislada del mundo por muros y rejas. El tiempo se había detenido cuatro siglos antes en el monasterio de Lerma. Verónica ha contemplado durante todos estos años día tras día desde su celda el mismo paisaje de la vega del Arlanza. Aún le emociona. "Aquí me siento libre".

Su guía en aquellos primeros pasos, sor Pureza de María Lubián, de 70 años, hoy abadesa del convento de Belorado (Burgos), la recuerda: "Era una chiquilla encantadora. Muy noble y muy buena. Tenía 18 años y un porvenir. Todo lo abandonó. Siguió la llamada de Dios. Tenía una personalidad muy rica. Siempre fue líder. Y, espiritualmente, con una gran vocación. Tuvo luchas y dificultades. Hizo un gran esfuerzo. Pero actuó la gracia del Espíritu. Y ella se dejó hacer".

El Espíritu hizo bien su trabajo. Sor Verónica se ha convertido en el mayor fenómeno de la Iglesia desde Teresa de Calcuta. Sus admiradores la definen como "una santa en la Tierra". Y a su obra, "como un milagro". Apoyada por el Vaticano, mimada por los monseñores, financiada por los poderosos y jaleada por los movimientos neoconservadores, ha hecho de aquel vetusto convento de Lerma un atractivo banderín de enganche para vocaciones femeninas que cuenta con 135 monjas con carrera y una media de edad de 35 años y un centenar más en lista de espera. Y ya ha abierto una sucursal en la localidad de La Aguilera, a 40 kilómetros de Lerma, en un enorme monasterio cedido por sus hermanos franciscanos. Un boom insospechado de vocaciones cuando los jesuitas tienen apenas 20 novicios en toda España; los franciscanos, cinco, y los paúles, dos. En un momento en que se importan monjas sin papeles de la India, Kenia o Paraguay para evitar el cierre de conventos habitados por ancianitas, y que la mayoría de nuestros sacerdotes superan los 60 años.

Por el contrario, su bucólica comunidad está repleta. Acoge cada fin de semana a centenares de jóvenes peregrinos en autobuses fletados por parroquias y colegios religiosos, escoltados por curillas de alzacuellos y bocadillo y familias numerosas que anhelan compartir la alegría de estas monjas que rezan, cantan y bailan sin dejar de sonreír un instante. Sus puertas siempre están abiertas para los buenos cristianos. Especialmente si son seminaristas, kikos o llegan de la mano de grupos de apostolado juvenil. La Aguilera es parada obligatoria para todos ellos.

Sor Verónica los recibe con un estilo personal en el que se mezclan los ritos más conservadores de la Iglesia con la atractiva mística de las órdenes de clausura y una puesta en escena musical y testimonial alegre y algo infantil, surgida de su brillante mente de coreógrafa. Micrófono en mano, Verónica domina. Parece tímida; no lo es. Surge de un rincón del auditorio bajo una bella luz cenital. Casi camuflada entre las gradas donde se agolpan un centenar de monjas frente a un público incondicional. Levantan los brazos al cielo mientras entonan un intenso canto de amor a Cristo con bongos y guitarras. Sor Verónica acaricia el pelo de sus hermanas. Abraza a los niños. Es sencilla y convincente. Entrañable, profunda y directa. Hace reír y se ríe. Tiene una voz firme y suave. Capacidad de convicción. Cree en lo que dice. Es una mujer de Cristo. Está enamorada de él, repite. Es una buena predicadora. Y también una enérgica directora musical. Como demostrará durante la eucaristía al frente del coro. Aquí, en la capilla, ya no hay sonrisas. Las hermanas rezan plegadas en el suelo como los fieles musulmanes hasta fundirse como manchas negras en el pavimento gris.

Las hijas de sor Verónica son diametralmente opuestas a las monjas de otros conventos de clausura. No son crías incultas provenientes del entorno rural en busca de subsistencia. La mayoría ha tenido pareja y empleo. No son monjitas de escasa teología, pastas y agua de limón, invisibles y entrañables tras el torno.

Las hijas de sor Verónica han sido educadas en la Iglesia de resistencia de Juan Pablo II. Son militantes. Muchas pertenecen a grupos neoconservadores: Camino Neocatecumenal (Kikos), Comunión y Liberación, Opus Dei, Renovación Carismática, Lumen Dei, Legionarios de Cristo, Schonstatt. Son urbanas y con estudios. Ninguna es inmigrante. Hay cinco hermanas de la misma familia; 11 parejas de hermanas de sangre y unas gemelas. Abunda la clase media. Y los títulos universitarios. Esta comunidad ofrece un completo catálogo de abogadas, economistas, físicas y químicas; ingenieras de caminos, industriales, agrícolas y aeronáuticas; arquitectas, médicas, farmacéuticas, biólogas y fisioterapeutas; bibliotecarias, filólogas, pedagogas y fotógrafas. Un religioso que conoce la comunidad la define como "una olla de grillos intelectual difícil de gobernar". Otro viejo sacerdote burgalés tiene sus dudas sobre la uniformidad del proyecto, dada la disparidad de los movimientos neocon que lo nutren: "Casi todas las que entran tienen que ver con las nuevas realidades de la Iglesia. Cada una tiene su propia forma de ser, de orar, de cultivar la piedad. Están encarriladas en las prácticas de esos movimientos y tienen que hacer un esfuerzo añadido para desprenderse de sus espiritualidades de origen y confluir en la regla de Santa Clara. Unificar ese revoltijo es complicado, y mucho más siendo tantas". Una monja de la comunidad confirma que denominan a la veintena de compañeras procedentes de los kikos: "Las hermanas del camino: ellas ya tienen mucho avanzado".

Lerma es un fenómeno que poco tiene que ver con la clausura tradicional. En la Iglesia, algunos ya piensan que este movimiento concluirá con una refundación de las clarisas, una escisión dentro de esa congregación o, incluso, la creación de una nueva orden. Un sacerdote del entorno de la abadesa explica: "Cuando Marijose entró en el convento tenía ideas propias. No era una tontita. Tenía su interpretación de la vida religiosa contemplativa. Pensaba que la clausura no tenía por qué ser algo intocable y excluyente. Quería contarlo y ser un ejemplo". Para un monseñor anónimo (como todas las fuentes de este reportaje que intentan escapar del "poder en toda su desnudez del cardenal Rouco"), "Lerma y La Aguilera suponen una renovación del carisma de las clarisas. Las monjas de Lerma no renuncian a la clausura, pero quieren que sea conocida y valorada por los cristianos. Quieren crear un auténtico centro de espiritualidad". Para el superior madrileño de una orden, "las monjas de clausura que no se renueven van a fenecer. Deben ser un ejemplo de experiencia espiritual para la gente de hoy. Para esos chicos que se van a la India para meditar y encontrar un sentido a la vida". Una hermana de la comunidad define su clausura en esa línea: "Ésta es una casa abierta a los que llaman a nuestra puerta. Queremos compartir nuestra fe, dar a conocer lo que nos está pasando. Y si ven a Jesús en nosotras, adelante. España está tan pagana que hace falta que compartamos nuestra fe, no que la vivamos a solas. Es el momento de actuar".

En la Iglesia nadie entiende nada de nada. Lerma ha roto sus esquemas. Para empezar, es un movimiento protagonizado por mujeres, las convidadas de piedra durante siglos de la Iglesia católica. Siempre apartadas de los centros de decisión, la teología y el sacerdocio, aunque sean cuatro veces más numerosas que los religiosos y estén siempre en vanguardia. Además, muy pocos han entrado en la comunidad de sor Verónica. Es de clausura. Y goza de absoluta independencia. Por encima, sólo el Papa, a través del cardenal Franc Rodé, prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada. Más allá, ninguna autoridad eclesiástica controla lo que ocurre dentro de Lerma y La Aguilera. Ni su capellán, ni el delegado diocesano, ni el obispo de Burgos, ni el superior de la provincia franciscana de Aranzazu, ni el superior general de esa orden, ni el mismísimo presidente de la Conferencia Episcopal. Sólo el Papa. Y está en Roma. Y las observa con extremo cariño. Este año las envió su predicador de cabecera, el capuchino Raniero Cantalamessa, para que dirigiera sus ejercicios espirituales. Todo un privilegio. Para un religioso, "ahí tiene la mejor muestra de que el proyecto de Lerma tiene todas las bendiciones de Roma". "Y que Verónica tiene mucho poder. Ojo con ella", añade presto otro.

Todos los eclesiásticos consultados para este reportaje alaban la explosión vocacional de esta comunidad: "Es una obra de Dios". A continuación desconfían: "Tiene los pies de barro; la mitad de las monjas no han hecho aún sus votos perpetuos; tienen que pasar muchos años hasta que se vea si es algo firme o se queda en un bluff". "Esas monjas están manejando formas antiguas que parecen dar resultados a corto plazo, que atraen a gente que busca una religiosidad radical, pero que a la larga está por ver su recorrido", dice otro. Algunos critican su aislamiento; su lejanía de las personas que sufren. De los pobres, los enfermos y los inmigrantes. Lo que los religiosos llaman "estar en la frontera". Otros ven gato encerrado. "¿Quién está detrás de todo esto?". "¿Quién lo financia?". ¿Cuál es el secreto de Lerma? Nadie parece saberlo.

Incluso las clarisas de otras comunidades españolas recelan. Para una abadesa, "es algo raro. Un fenómeno nuevo. ¿Por qué unas tanto y otras tan poco? No lo entendemos. Pero el Espíritu lo ha buscado y sus razones habrá tenido".

Sor Verónica tampoco hace nada por explicarlo. Grandes carteles en el monasterio de La Aguilera advierten de que no se puede fotografiar ni filmar a las monjas. Una advertencia que repite con voz potente y mirada inquisitorial la más fornida de las hermanas a los dos periodistas que visitan su comunidad: "¡No queremos nada con los medios de comunicación!". Unos minutos más tarde, cuando por fin preguntamos a sor Verónica sobre las razones de su éxito, mira a los ojos con los suyos verdes nublados por las lágrimas; inclina la cabeza con humildad y coge tu mano entre las suyas descarnadas. "No sabéis lo que os queremos y la ternura que me producís, pero esto se ha hecho muy grande, estamos creando algo tenemos 60 o 70 hermanas en formación y no es el momento de hablar, antes tiene que madurar. Estamos haciendo algo grande por amor a Cristo y necesitamos tiempo. Pero aun así os queremos". Y desaparece arrastrando su hábito, del que pende un sufrido rosario de madera.

Y aparece sor Blanca. Que interpreta el papel de poli malo. Y nos pone de patas en la calle: "El Grupo PRISA; sí, todo el Grupo, no sólo EL PAÍS, hace un daño enorme a la Iglesia. Ustedes la atacan y ridiculizan y yo lo leo todo. Y como la Iglesia es mi madre, no tenemos nada más que hablar".

En la génesis del "milagro de Lerma" hay una personalidad espiritual que ha atraído con su carisma a un centenar de jóvenes: sor Verónica. Pero no conviene olvidar a una gran actriz secundaria; ejecutiva, correosa y obstinada; sin atractivo, pero con arrestos; capaz de enfrentarse a banqueros, monseñores, arquitectos y abogados, y que nunca claudica: sor Blanca Mateo.

Frisando los 70 años, nacida en una aldea burgalesa de La Bureba, abadesa desde finales de los noventa, admiradora del Opus Dei, sor Blanca controla todo lo que ocurre en los conventos de Lerma y La Aguilera, aunque cediera formalmente el mes de marzo pasado el puesto de superiora a sor Verónica, que obtuvo la abrumadora mayoría absoluta de votos de sus hermanas en la primera vuelta. Dentro de tres años se volverá a presentar al escrutinio electoral mediante voto secreto en urna. A continuación, las papeletas serán quemadas para que ninguna hermana sepa lo que ha votado la de al lado y evitar suspicacias.

Las dos hermanas han hecho juntas un largo y duro camino. Cuando Marijose llegó a Lerma, en 1984, el convento contaba con 23 monjas y un futuro sombrío. En 1994, con sólo 28 años, fue nombrada maestra de novicias, un puesto clave en la comunidad cuya misión es, según describe un jesuita que ha ocupado ese cargo en su orden, "configurar el disco duro del novicio al sistema operativo de la comunidad". Bajo la hábil dirección espiritual de Verónica, ingresarían hasta finales de esa década 27 hermanas más. Lo nunca visto: ya eran 50. No había hecho más que empezar. Comenzaba a funcionar el boca a boca en los ambientes parroquiales conservadores. En 2002 eran 72; en 2004, 92; en 2005, 105. Y 134 a finales del pasado mes de septiembre. Todas encerradas en un convento del siglo XVI proyectado para albergar 32 monjas.

El tsunami vocacional pilló a Verónica y a Blanca en mantillas. Fue inesperado. Pero no estaban dispuestas a renunciar ni a una sola postulante. Aún menos, a desviarlas hacia otros conventos de clarisas, aunque estuvieran al borde de la liquidación (hay nueve en la provincia de Burgos y un centenar en toda España). Habilitaron distintas zonas del convento, incluso la capilla y el coro, para albergar en precario a las peticionarias. Instalaron 13 miniceldas en la sacristía con paneles prefabricados; pronto quedaron saturadas. Más tarde alquilaron inmuebles contiguos al convento para dar cobijo a las aspirantes. Cada atardecer, los vecinos de Lerma asistían al desfile de jóvenes cabizbajas y ataviadas con una especie de uniforme de hospicio de preguerra desde el monasterio hasta sus pisos de acogida.

A comienzos de 2000, el convento de Lerma reventaba por sus costuras. Mientras Verónica se dedicaba a entrenar a las candidatas, Blanca comenzó a mover sus hilos. A sondear las posibilidades de conseguir un espacio más grande. Y entonces Antonio María Rouco Varela, príncipe de la Iglesia, arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal, entró en escena.

"Muchos obispos estarían encantados de colgarse la medalla ante el Vaticano de contar en su diócesis con el convento con más vocaciones de Europa. Y Rouco, que controla todo lo que pasa en la Iglesia española, no fue una excepción", explica un religioso. "Fue de los primeros en cortejarlas. Comenzó a visitarlas con frecuencia y diseñó un plan de estudios que les sería impartido por profesores de la Facultad de Teología de San Dámaso (la más reaccionaria y dirigida por su sobrino, Alfonso Carrasco Rouco) para formarlas de acuerdo a su concepción de la Iglesia. Y ordenó a las parroquias de su archidiócesis que orientasen las vocaciones femeninas en dirección a Lerma. Algo similar hizo la reaccionaria diócesis de Getafe, que domina el sur de Madrid. Rouco llegó a comisionar a su mano derecha, el más brillante de sus monseñores, el ya fallecido Eugenio Romero Pose, para que oficiara de pastor de las hermanas. Lo haría hasta su muerte en 2007.

Y por fin, en 2002, Rouco lanzaba su envite: ofrecía a las monjas de Lerma unos terrenos a las afueras de Madrid, en la carretera de Colmenar Viejo a Guadalix de la Sierra, para que construyeran un nuevo convento. Del proyecto se encargaría el arquitecto-estrella Santiago Calatrava. Llegó a esbozarlo. "Estaba muy ilusionado", confirman en su estudio. El único problema es que los terrenos ofrecidos eran rústicos y había que recalificarlos, una misión complicada, dado el carácter ecológico del paraje y la poca predisposición de los ediles de Colmenar. Además, el fastuoso y poco funcional proyecto de Calatrava, cuyo coste de realización se estimaba en 12 millones de euros, se escapaba al magro presupuesto de las monjas. Y lo que es más importante: Verónica no estaba dispuesta a abandonar la provincia de Burgos. No quería perder el efecto Lerma. El proyecto cayó por su peso. Y Rouco se llevó un disgusto. Se le habían escapado las clarisas.

Durante los dos años siguientes, las monjas continuaron su búsqueda en torno al territorio de sor Verónica. En 2004, durante una conversación de sor Blanca con los superiores de sus hermanos franciscanos, tras relatarles sus apreturas, éstos le ofrecieron una suma de dinero. Blanca rebatió: "¡No me deis limosna; dadme el monasterio de La Aguilera!" La abadesa se refería a un viejo y olvidado noviciado de los franciscanos a 10 kilómetros de Aranda, contiguo al santuario y a la tumba de San Pedro Regalado. En el destartalado monasterio malvivían cuatro ancianos frailes. La dirección de los franciscanos se hizo de rogar y unos meses más tarde cedió por 30 años el uso del monasterio a las clarisas de Lerma mediante un contrato de comodato. Verónica y Blanca lo habían conseguido. Su sueño se comenzaba a cumplir.

El nuevo monasterio ha supuesto un paso de gigante en su ambición. Aquí están materializando su forma de entender la Iglesia. Todo es moderno, limpio, diáfano y bien iluminado. La energía se obtiene con paneles solares. El torno ha dejado paso a las cámaras de seguridad. Las rejas han desaparecido: "Como estamos en obras, es imposible ponerlas; cuando acabemos ya veremos qué hacemos", aclara la abadesa.

San Pedro Regalado está aún coronado por tres grandes grúas. La finca es un hervidero de obreros. Al caer la tarde, las novicias corretean por la huerta ataviadas con batas grises y tocas blancas mientras juegan al fútbol, al baloncesto o al escondite por prescripción facultativa de sor Verónica.

Pero en 2005, cuando Verónica y Blanca cruzaron el umbral de La Aguilera se dieron de bruces con un destartalado caserón con escaso interés arquitectónico, sucio, sin calefacción y rodeado por una finca baldía. No había baños ni agua caliente. La iglesia estaba horadada por termitas, y las cubiertas, a punto de ceder. El presupuesto para habitarlo era de tres millones. ¿De dónde sacarlos? Dios aprieta, pero no ahoga. Sor Blanca llamó a uno de sus benefactores.

Luis Alberto Salazar-Simpson, de 66 años, abogado, empresario, consejero del Banco Santander y emparentado con Rodrigo Rato, recuerda cómo conoció a las clarisas de Lerma: "Fue a finales de los setenta, yo era gobernador de Vizcaya y un día me llamaron y me dijeron que no tenían ni para comer y empecé a ayudarlas. Me gusta la vida contemplativa. Hacen un producto del que nadie se acuerda: rezan por los demás. Pedí dinero a mis amigos y les echamos una mano, y en unos años se produjo la explosión de vocaciones. Entraron 100 en 12 años y no cabían; ni siquiera podían atender a las hermanas ancianas. Surgió lo de los terrenos de Colmenar, que era una locura, y luego lo de La Aguilera. Me gustó. Y nos pusimos manos a la obra".

Con los tres millones de euros de la indemnización que obtuvo tras su cese como presidente de la operadora telefónica Amena, que fue comprada el 27 de julio de 2005 por France Telecom, Salazar-Simpson constituyó en esa fecha una fundación a la que bautizó Ora et Educa, cuyo objetivo sería "contribuir a los fines de las reverendas madres clarisas y a la rehabilitación para su alojamiento del convento de San Pedro Regalado en La Aguilera, Burgos".

El primer proyecto de reconstrucción del monasterio estaba presupuestado exactamente en los tres millones de euros de "don Luis Alberto". Las obras comenzaron en 2006. Se derribó el interior del convento. Se repararon las cubiertas. Se cubrió un viejo claustro y en la planta baja se crearon cocinas, una zona industrial para fabricar dulces, aulas y despachos. La bella iluminación fue sufragada por Endesa. En las dos plantas superiores se construyeron 100 celdas de 10 metros cuadrados, con cama, mesa y reclinatorio; cada una con su ventana y un baño para cada dos hermanas. Pronto se convirtieron en las obras de nunca acabar. Las hermanas querían más. "Ya sabe cómo son las mujeres cuando se meten en obras", bromea un benefactor. El primer presupuesto de tres millones de euros se iría deslizando hacia los cuatro, y después, a los cinco millones. El cuarto saldría de los ahorros de las monjas, y el último, de una fundación del Banco Popular.

Tres años y medio después, la huerta se encuentra aún empantanada entre ladrillos, andamios y hormigoneras. De la mano del Banco Popular (ligado históricamente al Opus Dei), de uno de sus arquitectos, "especializado en diseño eclesiástico", y su generosa financiación, las clarisas han acometido además la construcción de un locutorio con capacidad para 400 personas, una hospedería, aseos para los visitantes, una sofisticada zona de bienvenida e, incluso, una nueva iglesia. El presupuesto de la segunda fase se elevaría, según fuentes del proyecto, a otros cinco millones de euros.

Por fin, el pasado 8 de junio, un centenar de hermanas inauguraban el convento. Una treintena más permanece en Lerma. Irán rotando. Se trata de que la comunidad no pierda un ápice del estilo acuñado por Verónica. Según su definición, "es una sola comunidad con dos sedes y una sola abadesa". Ella. Un hecho inédito en la Iglesia que les ha concedido su jefe, el cardenal Franc Rodé, prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada, el ministerio vaticano que ordena la vida de los religiosos. Rodé, que tiene autoridad sobre 3.600 conventos de clausura en el mundo, conoce el "milagro de Lerma". Visitó a las monjas en abril de 2006, las sondeó una por una en su perfecto español y se quedó impresionado con su alegría, espiritualidad y formación intelectual. Ellas le brindaron su repertorio; le regalaron discos y pasteles. Y se lo metieron en el bolsillo. Mientras se alejaba de Lerma degustando las trufas de chocolate de las clarisas, el cardenal se confesó impresionado con ese florecimiento de vocaciones. Y tomó nota.

Tres años después, un monseñor del ministerio vaticano explica con su lenguaje alambicado esa anómala decisión de que una abadesa gobierne dos conventos: "Dada la situación particular de esta comunidad, el elevado número de religiosas, muchas con una edad elevada que necesitan ser atendidas por hermanas enfermeras; de 60 jóvenes en formación y de muchas formadoras, la abadesa y el capítulo del monasterio solicitaron a la Santa Sede un permiso para que una misma comunidad pudiera vivir en dos casas diferentes, pero con un único gobierno, un solo noviciado y una misma economía. Pretenden mantener el mismo espíritu y ambiente monástico que han tenido hasta ahora. Ante ese número tan gigantesco de religiosas hemos tenido que adoptar medidas excepcionales, que en este caso son por abundancia de vida. Seguramente esta situación particular será por un tiempo limitado. Y si el número de vocaciones sigue creciendo (¡ojalá sea así!), tendremos que tomar otras medidas".

La Aguilera se ha convertido en una sociedad perfecta que es observada con tensa atención por toda la Iglesia. Sin embargo, el futuro de Verónica y de sus hermanas, de las elegidas, está por ver. Es imposible saber la cifra de deserciones. Sus compañeras clarisas de otros conventos las acusan de opacidad y secretismo. No es su principal reproche. Critican el desapego que muestran hacia ellas, su aislamiento de los franciscanos, su autosuficiencia y que se hayan negado a prestar hermanas a otras comunidades en vías de desaparición. Aportan el ejemplo del convento de Briviesca, en la misma provincia de Burgos, que se negaron a reflotar con sangre nueva. Optaron por acoger a las últimas ocho ancianas clarisas que lo habitaban y, a cambio, obtuvieron la propiedad del monasterio, por el que un intermediario pedía hace un año seis millones de euros "para construir un complejo hotelero". Ante esa insinuación de insolidaridad, sor Verónica salta como una pantera: "Por el momento no estamos yendo a otros conventos porque ésta es una familia que se está formando y tiene que estar junta hasta su mayoría de edad. Algún día, quizá".

Y se desvanece, mística y apasionada; fuerte de carácter y frágil de salud, con los hombros ligeramente caídos. Como si soportara sobre ellos el peso de sus 134 hermanas. Dicen que se alimenta de café. Y que está sobrepasada. Ni ella misma conoce el secreto de Lerma. Pero sigue adelante. Un monseñor lo describe muy eclesiásticamente: "Demasiada gente cuelga del hábito de Verónica. Veremos".

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Jesús Rodríguez
Es reportero de El País desde 1988. Licenciado en Ciencias de la Información, se inició en prensa económica. Ha trabajado en zonas de conflicto como Bosnia, Afganistán, Irak, Pakistán, Libia, Líbano o Mali. Profesor de la Escuela de Periodismo de El País, autor de dos libros, ha recibido una decena de premios por su labor informativa.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_