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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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¡Castañas!

Los jóvenes desprecian la nostalgia, los viejos la alimentamos. Es natural. Es hormonal. El calor de la sangre lanza a los primeros hacia el futuro. A los segundos, la nostalgia nos calienta, es un viejo hogar al que regresamos cuando necesitamos rehidratar la piel. De lo que hacemos hoy, los viejos, ignoramos si nos queda tiempo para añorarlo. En cambio, los jóvenes pueden permitirse acumular recuerdos como si no importaran, en la seguridad de que se los encontrarán en algún recodo del camino.

La nostalgia es también un sentimiento mal comprendido por los diccionarios. Cierto, puede convertirse en esa "obsesión aflictiva de estar en otra parte", como he leído en Wikipedia, pero entonces ya no es nostalgia, es eso, obsesión. Si etimológicamente viene del griego "regreso" y "dolor", en maldita mezcolanza, la realidad desmiente la definición, pues la nostalgia puede ser eso, pero no sólo eso. Para esta nostalgia hidratante y necesaria que se instala en los viejos ocasionalmente habrá que inventar otro vocablo, una palabra más mullida, menos fatal. ¿Por qué no? Si a nosotros ahora les da por llamarnos mayores, ¿por qué no rebautizar la nostalgia, o abrirle un subapartado que tampoco sea exactamente añoranza?

"Otoño es otra fase de ese tipo de nostalgia que se escribe con eñe"

Uno puede desear regresar a un día de lluvia, calzarse las botas de agua, abrigarse dentro de un buen suéter, dormir con manta mientras se empañan los cristales de la ventana del dormitorio. Uno puede desear eso sin dolor, de modo que al término de nostalgia habrá que restarle la mitad. Con la mitad de nostalgia, sólo el regreso, y otro tipo de dolor, el de cabeza, nos saldría migralgia, pero ni mi gralgia ni tu gralgia sirven para este pequeño viaje del reencuentro.

Otoño es otra fase de ese tipo de nostalgia que se escribe con eñe: ¡castañas! Quizá porque vivo en una ciudad en donde hoy mismo -dos semanas antes de que vuelvan a reunirse Todos los Santos para resistir al gamberro de Halloween: ahora, para ustedes- siento un deseo de castañas tan intenso que ganas me entran de salir a comprar unas cuantas, y unos boniatos, y asarlos en mi peligroso horno de gas libanés. No conseguiría, sin embargo, reproducir la sensación del cucurucho de papel de periódico con las castañas calientes dentro, las manos con mitones, Rambla arriba, el asfalto mojado, y mis rodillas despellejadas. Esa niña quiere, todavía, castañas y andén húmedo, hojas de plátanos bajo las suelas.

Pero ese pensamiento no me impregna de deseo por el tiempo perdido ni de rabia hacia el actual. Es sólo la necesidad de reposar blandamente en algo que ocurrió -o que está ocurriendo hoy mismo para otros- y que me resulta placentero. Añorar perdidamente a una persona que ya no está, morir de pena por lo irrepetible: eso es otra cosa. Este sentimiento ambiguo, que predispone a una melancolía que encuentra su propio placer en dejarse ir, tiene mucho más que ver con las canciones que necesitamos volver a escuchar, no para ser como fuimos la primera vez, sino para comprobar que todavía respetamos lo que fuimos. Por extraño que parezca, conectarse al Itouch con los auriculares para escuchar una melodía que sigue siendo nuestra se parece mucho a aquel gesto de depositar el maletín del pick-up sobre la cama, a solas en la habitación, para descubrirla por primera vez. Y recordar las cubiertas del microsurco, la tienda en donde la compramos, la tarde aquella…

Nostalgia sin dolor y con regreso contado.

En días así, los mapas del tiempo de las televisiones internacionales ofrecen una amplia oferta para recuperar a solas momentos húmedos que vuelven a nosotros con toda su tibieza. Los viejos nos alargamos, nos profundizamos, reviviendo esos instantes, esas horas, esos olores pegados ya para siempre al inconsciente, prestos a manifestarse cuando llega la ocasión.

No se trata de complacerse en el dolor, en el caso de que asomara su oscura patita, sino de disfrutar con la sensualidad del recuerdo. Como decir: ahora me comería un cruasán abierto con aceite y azúcar como los que me daba mi madre, o mojaría el pan en vino tinto, como aquella tarde en aquel pueblo, mientras esperábamos a que escampara. Revivir eso difícilmente es una obsesión malsana de hallarse en otro momento. Es recordar las cosas ricas que nos ha dado la vida y, en cierto modo, agradecerlo.

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