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Columna
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El 'basurazo'

Uno de los índices más fiables para medir el nivel de riqueza es la basura. Cuantos más desperdicios le echamos al cubo, más ricos somos. Es uno de esos cómputos de la estadística que naufraga en el plano individual. Yo mismo soy ejemplo de la excepción que contradice la regla. En mi cubo apenas hay basura y, sin haber atado nunca el perro con longanizas, porque además se las hubiera comido, de momento para vivir me llega. Para que se hagan una idea del poco trabajo que le doy al servicio de recogida municipal nunca saco más de una bolsa a la semana. Conste que no tengo una trituradora ni padezco el síndrome de Diógenes.

La mía es una casa limpia y decente (sobre todo limpia). Tampoco me privo de nada y, aunque a mi cuerpo le luzca poco, suelo comer como una lima, o sea que consumir, consumo. Y no piensen que la tiro por el patio. El truco consiste en que apenas como ni ceno en casa, y lo que más ocupa son los envoltorios y desperdicios de los alimentos. Mi basura personal la genero sobre todo en los establecimientos a los que acudo a comer y también en la casa de mi madre, que me alimenta en su condición de tal. Los restaurantes pagan por mí la tasa de basura, y, como es lógico, me la repercuten en la factura del solomillo, mientras que mi madre la paga sin reclamarme el gasto. Y tendría motivos, porque el palo que acaba de pegarle Gallardón por ese resucitado concepto es memorable.

Cobrar por metro cuadrado es injusto, porque quienes generan residuos son las personas

La gente que vive sola es la más perjudicada por esta imposición del Ayuntamiento de Madrid que está en vías de acaparar el mayor número de quejas, reclamaciones y reacciones adversas desde las movilizaciones de protesta por la implantación del SER. A diferencia de estas últimas, que sólo levantaron a unos barrios periféricos que se sentían perjudicados, lo de la tasa de basuras no tiene ni un solo amigo. Meternos mano en la cartera en estos tiempos en los que la gente anda tiesa o está acojonada por la crisis resulta casi una afrenta. Y aún más si tenemos en cuenta que ese líder carismático del partido al que pertenece el señor alcalde ha enfocado su labor de oposición en el flagelo al Gobierno por subir los impuestos.

Lo cierto es que ni a Zapatero ni a Gallardón les salían las cuentas del año que viene y somos, como siempre, los que estamos más a mano para pagar el pato. El alcalde ha agotado la capacidad de hacer virguerías de su eficiente concejal de Hacienda, que afronta una caída brutal de ingresos, como el de la venta de suelo que era el maná de los ayuntamientos. Han tirado del basurazo como podían haber cobrado por limpiar cada tramo de calle o por silbar en la vía pública. No sería menos arbitrario que la nueva tasa impuesta.

Cobrar por metro cuadrado de vivienda es injusto, porque quienes generan residuos son las personas, no la superficie en la que viven. Tal iniquidad alcanza la categoría de disparate en el caso de los garajes y los cuartos trasteros, a los que se cobra tasa de basura sin producir otra cosa que polvo.

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La tasa está muy lejos de responder a la idea de "que pague quien contamine", único planteamiento que la haría defendible. Aquí se trataba de pillar como fuera y han pillado sin calcular el nivel de contestación y sus consecuencias. En el intento de enfriar los ánimos, Gallardón presentó la semana pasada una congelación de las ordenanzas fiscales proclamando que por vez primera no se actualizarán con el índice de precios al consumo. Todo un alarde de generosidad por su parte, habida cuenta de que ahora ese índice está en números rojos y que la actualización sería mínima e incluso a la baja.

Además del pastón que cuestan las obras, sólo en personal el Ayuntamiento de Madrid ha gastado un 75% más en los últimos siete años. Así que la triste realidad es que no puede haber piedad con el contribuyente por muy famélico que esté. La ventaja de ser más pobres es que produciremos menos basura y a lo peor alguno incluso se la tendrá que comer.

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