La canción del pirata
A lo largo de las últimas semanas, a raíz de los casos Millet y Gürtel -y a la espera de lo que pueda depararnos la Operación Pretoria-, la ciudadanía ha contemplado atónita cómo unos jueces criticaban a otros y unos terceros pedían medidas disciplinarias contra los primeros; cómo cuatro fiscales comparecían en insólita rueda de prensa para desautorizar la labor profesional de un juez instructor; cómo un gobierno, o algunos de sus miembros, se apuntaba al linchamiento impugnando sin más base que la "alarma social" decisiones judiciales de carácter técnico y procedimental; cómo un ilustre colegio de abogados anunciaba querellas contra jueces y fiscales, y cómo un ex fiscal anticorrupción parecía querer vengar en 2009 el fracaso de la cruzada ideológico-social que él mismo no logró culminar un cuarto de siglo atrás.
El joven pirata somalí se ha convertido en el centro de un gran embrollo en el que han tomado parte hasta seis jueces
En competencia con tales sucesos, cabe el riesgo de que la opinión pública no sepa apreciar en todo su valor otro gran espectáculo que la justicia española nos ha brindado últimamente: las aventuras madrileñas del pirata Abdu Willy. Recapitulemos. Apenas supo que dos de los secuestradores del atunero vasco Alakrana habían sido capturados en el Índico por la Marina española, el megajuez Garzón ordenó que los condujesen ante la Audiencia Nacional, lo cual supuso una expedición aérea Torrejón-Yibuti-Torrejón no precisamente low cost. Pero una vez allí, dado que los piratas somalíes no suelen llevar consigo el certificado de nacimiento, se plantearon dudas sobre la mayoría de edad de uno de ellos, el tal Abdu Willy. Tras sofisticadas y costosas pruebas médicas, la conclusión fue que el detenido superaba los 18 años con una probabilidad del 97%.
En este punto, acude a la memoria el caso de Èric Bertran, el adolescente que en el otoño de 2004 fue detenido por la guardia civil sin que sus 14 años de edad le eximiesen de comparecer ante la Audiencia Nacional, acusado de "actividades terroristas" por haber remitido correos electrónicos a varias empresas instándolas a etiquetar en catalán. Pero es que -aclaran los expertos- la Audiencia sólo puede enjuiciar a menores cuando el delito que se les imputa es terrorismo. ¡Ah, claro! Y mientras que enviar e-mails inspirados en Harry Potter puede constituir terrorismo, asaltar barcos a punta de Kaláshnikov es, si lo hace un menor, una actividad lúdico-recreativa...
El caso es que, con un margen de duda del 3% acerca de la mayoría de edad del joven pirata, éste se ha convertido en el centro de un descomunal embrollo jurisdiccional en el que han tomado parte hasta seis jueces, y lleva dos semanas de asombrado regocijo dando vueltas por Madrid, de juzgado en fiscalía, de Alcalá-Meco a un centro de menores, sin abandonar la esperanza -supongo- de que cualquier día lo dejen en la calle, convertido en otro inmigrante ilegal pero, en su caso, con portes a cargo del Estado.
Así las cosas, lamento ser políticamente incorrecto, pero tanto garantismo y tanta tutela sobre el improbable menor somalí me parecen indisociables del color de su piel y de su origen geográfico. Como ha subrayado hace poco el cineasta Costa Gavras, "el inmigrante siempre parece el buen salvaje", y nuestro acendrado buenismo hace el resto. En el caso muy hipotético de que Abdu Willy llegase a ser juzgado, sobrarían letrados, ONG y grupos solidarios para argumentar que, en realidad, es una víctima; que, de hecho, él y sus pobres colegas no hacen más que defenderse del expolio pesquero de las flotas del primer mundo, o que la culpa del caos somalí en cuyo seno prospera la piratería la tienen las injerencias de Estados Unidos... Tal era el clima en el que la Audiencia Nacional debía ejercer su "jurisdicción universal", hoy felizmente recortada.
En fin, no quisiera dar ideas, pero creo que, con los buenos abogados de que dispone, si Fèlix Millet se tizna la cara de negro, tiene la absolución en el bote.
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