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Columna
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Modos de ver

Aunque vivimos inmersos en el progreso científico y tecnológico, a veces lo irracional irrumpe en nuestras vidas para recordarnos que somos los mismos seres que poblaron la tierra hace miles de años. Aquellos antepasados nuestros que pintaban bisontes en los abrigos de las rocas, introduciéndolos en un contexto de ritualizaciones mágicas o religiosas, sentían el poder de la imagen como una fuerza viva que podía interferir en el curso de su existencia.

Durante siglos esas imágenes evolucionaron hasta alcanzar un grado de semejanza con la realidad que culminó con la invención de la fotografía. Sin embargo, y como dice Román Gubern, el inquietante y originario carácter ectoplasmático de la imagen no ha perdido vigencia sino que se ha desplazado a otros usos y valores de la misma. Aunque ya no pensemos que el objetivo de la cámara vaya a robarnos el alma, decoramos nuestros hogares con los retratos de seres queridos, vivos o muertos, en un vano intento de exorcizar el tiempo.

Todos reconocemos el carácter simbólico de las imágenes y su uso en nuestra sociedad: el derribo de la estatua de Hussein por las tropas estadounidenses dio la vuelta al mundo. Si sólo fueran piedra o papel no nos turbarían tanto.

Estos días han sido objeto de polémica y encendidos debates tanto las fotografías de los presos de ETA, como la de las hijas de Zapatero. Curiosamente, por motivos aparentemente contradictorios pero en el fondo convergentes. En los dos casos la fotografía certifica la existencia tanto de presos como de hijas. Sin embargo, unos desean que la imagen registre su existencia (en las fiestas de sus pueblos, en las tabernas a las que acudirían, en las calles que pisarían, en las manifestaciones a las que probablemente irían) y otras desean desaparecer (de la vida pública se entiende).

En las dos situaciones la imagen trasciende como mera reproducción de algo o de alguien y sus ecos animistas encienden la hoguera de las pasiones. El derecho ampara a las hijas de Zapatero a permanecer en el anonimato pese a convertirse en objetos, al transformarse en imágenes, en el mismo instante en que posaron ante los flases. ¿Debemos pensar que era una imagen oficial pero de uso privado?

Ese mismo derecho, pero a la inversa, se cuestiona en el caso de los presos, pues su utilización se considera instrumentalizada desde el terror, aunque su posibilidad de ser visibles atañe sólo a espacios y contextos determinados. De hecho, los mismos rostros de los miembros de ETA son frecuentes en los informativos y se exhiben como en el Lejano Oeste en los carteles de aeropuertos y estaciones.

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Ambos casos refrendan lo que ya apuntó Berger: "aunque toda imagen encarna un modo de ver, nuestra percepción o apreciación de una imagen también depende de nuestro propio modo de ver". Y es que, al final, como decía Godard, "ninguna imagen justa, justo una imagen".

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