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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Los robos remotos

Javier Marías

No voy a fingir estar libre de pecado. Hace treinta y tantos años, durante una estancia de un mes en París que coincidió con una de las épocas más desdichadas y desesperadas de mi vida, robé algunos libros y discos -de vinilo, claro, es decir, de gran tamaño, incluidas una o dos cajas o coffrets-. La verdad es que a día de hoy no comprendo cómo lo hacía, qué rara habilidad desarrollé. La mayoría de las sustracciones, además, las llevé a cabo en unos grandes almacenes culturales, con mejores sistemas de seguridad que las tiendas de música y las librerías. A veces pienso que fue consecuencia de mi estado de ánimo, tirando a autodestructivo por aquel entonces; que todo me daba lo mismo y que buscaba empeorar las cosas, crearme más problemas y arriesgarme a ser detenido. De perdidos al río, se llama eso en español. Bien es cierto que lo que robé -poco por fuerza- me interesaba de veras, no iba a jugármela por tonterías. Que aun así me daba cuenta de que aquello estaba mal lo prueba mi reacción la única vez que me pillaron, en una tienda de discos del Boulevard St Michel. El dueño me dijo: "Si usted se hubiera salido con la suya, yo me habría quedado sin este LP y además habría perdido los X francos que me habría reportado su venta. Así que no sólo conservo el disco, sino que me tiene que pagar esos X francos además, a cambio de nada. Ha jugado usted, ha perdido, lo lógico es que asuma el mismo perjuicio que, de haber tenido éxito, me habría ocasionado a mí". "C'est juste, vous avez raison", le respondí, y así lo veía (supongo que también ayudó que la alternativa era que el hombre llamara a un gendarme, no lo voy a negar). "El problema es que no llevo encima la cantidad entera". Me aceptó lo que tenía en el bolsillo y quedé en pasarme otro día para saldar el resto. Podría no haber vuelto a aparecer por allí y el comerciante no habría tenido manera de encontrarme. Pero a la mañana siguiente me presenté y le pagué religiosamente lo que faltaba, quedándome a la vez sin disco y con X vitales francos menos. Las deudas de juego son sagradas.

"Teníamos en cuenta tres factores que hoy no observan quienes roban canciones y películas"

No era esta una práctica que los jóvenes izquierdistas de mi generación viéramos como muy condenable. Educados en el antifranquismo, considerábamos justificado robarle a un sistema explotador e injusto, el capitalismo. Y teníamos en cuenta tres factores que hoy no observan, en modo alguno, quienes roban canciones y películas -y pronto libros- desde sus cómodos ordenadores: a) sabíamos que perjudicábamos a la tienda y a la editorial o casa discográfica, pero nunca al escritor, compositor o intérprete, ya que, al menos en la teoría, éstos percibían su pequeño porcentaje lo mismo por un ejemplar hurtado que por uno vendido; b) sabíamos que, por mucho que robáramos, siempre era muy poco, y que esas sustracciones no arruinaban a nadie; es más, las pérdidas derivadas de esa práctica estaban ya presupuestadas por los comerciantes, luego "contaban" con ellas como gaje del negocio; c) sabíamos que nos arriesgábamos a un buen disgusto, que nos la jugábamos y que nuestro delito podía tener consecuencias; no actuábamos con garantía de impunidad.

No hace falta que diga que todas estas semijustificaciones no me sirven hoy, y que lamento aquellos pecados míos de hace treinta y tantos años. El daño al librero no tiene perdón, ni siquiera a los grandes almacenes culturales (con posterioridad les he comprado tantos libros, DVDs y CDs que creo haberles compensado con creces, y también con las ventas que han hecho de mis propios libros). El daño a la editorial o a la casa discográfica es menos grave, ya que no han sido pocas las que han estafado y sisado a los creadores que las hacían ricas, ni las que lo siguen haciendo. Me doy cuenta de que, inverosímilmente, son muchísimas las personas que aún ignoran que los escritores, por ejemplo, llevamos sólo un 10% del precio de venta. Esto es, de los veinte euros que el comprador paga por un libro, a nosotros nos llega la ridiculez de dos, y el porcentaje es aún menor en las ediciones de bolsillo y de club. El editor que encima engaña al autor, y le esquilma sus exiguas ganancias, ese sí que no tiene perdón de Dios.

Al confesar mis ya remotos delitos quiero decir que entiendo -cómo no- la tentación que supone para los internautas descargarse gratis -es decir, robar- música, películas, series de televisión enteras y dentro de poco libros. No puedo jurar que yo no hubiera caído en ella en mi juventud, de haber existido entonces Internet, de habérseme brindado la oportunidad de hurtar fácilmente, sin complicaciones ni riesgo alguno, sin pasar un mal rato, sin desarrollar ninguna habilidad y -lo que es tan importante como lo anterior- sin tener la menor conciencia de estar obrando mal y de estar estafando a un montón de gente, incluidos los creadores que nos dan tanto placer, y que siempre han sido, como acabo de explicar, la parte débil de la cadena, la más expuesta y explotada y la que obtiene menos beneficios de su invención, sin la cual nada existiría: ni música ni cine ni series de televisión ni literatura, nada.

(Continuará)

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