El pasado que viene
Antes que una novela de política ficción, 1984 es un retrato feroz del estalinismo y un aviso de lo que podría ser el futuro bajo un régimen semejante. George Orwell habla de primera mano: luchó en la Guerra Civil española en las milicias del Partido Obrero de Unificación Marxista, cuyos dirigentes fueron secuestrados por policías secretos soviéticos (y uno de ellos, Andrés Nin, torturado vilmente y asesinado). Tal y como los describe Orwell, los retratos omnipresentes del Gran Hermano, con sus bigotazos, son una transposición de los carteles de Stalin que inundaban la URSS, y Emmanuel Goldstein, el rebelde enemigo del pueblo, es un equivalente poético de Trotski. Casi toda la iconografía y el marco referencial de la novela aluden al universo soviético.
1984
Autor: George Orwell. Adaptación: Michael Gene Sullivan. Traducción: Álvaro García Meseguer. Intérpretes: Cameron Dye, Keythe Farley. Dirección: Tim Robbins. Teatro María Guerrero. Del 24 al 27 de septiembre.
1984 tiene escaso valor anticipatorio: el control opresivo que su autor describe es lo contrario del control blando, suave y sutil que se ejerce hoy en las democracias occidentales, y el Gran Hermano, un poder tosco al lado de la red de organismos supranacionales no democráticos que se han ido creando. En la novela, la URSS ha engullido a Europa; en la realidad, el capitalismo financiero ha entrado a saco en Rusia y en cada rincón del planeta.
El peligro último no estaba donde Orwell lo esperaba. Tampoco el acceso a cierto nivel de vida ha dado al proletariado impulso para cambiar el orden social: al contrario, el bienestar ha traído conformidad. En fin, 1984 predijo el advenimiento de la autarquía y el tiempo nos ha traído la globalización. Y sin embargo, cuando Orwell habla de Goldstein, enemigo invisible, creado para mantener cierta tensión social y una demanda global de seguridad, pensamos de inmediato en Bin Laden: la realidad siempre resuena cuando la ficción es buena.
El montaje de Tim Robbins coge la novela muy atrás, en su tercio final, en el momento en que Winston Smith, su protagonista, recién arrestado, está siendo sometido a un interrogatorio feroz. Es ésta una decisión arriesgada que, a priori, da miedo: miedo a que durante dos horas asistamos a palo seco a esa ración de torturas sin cuento que Orwell describe con tanta minucia. Pero no es así. Michael Gene Sullivan, el adaptador, ha acertado a deslizar toda la peripecia vital de Smith, su amor apasionado con Julia, sus roces con los compañeros de trabajo fanáticos y su búsqueda de la verdad como si fuera una sucesión de confesiones dramatizadas que el preso hace a instancias de sus verdugos.
Un espectáculo que comienza con su protagonista ya caído tiene que ser forzosamente negro y sin hálito de esperanza, como el final atroz de esta novela en la que, por contraste, brillan los días de vino y rosas de la pareja enamorada. El espectáculo no tiene esos matices, pero sí pulso y un ritmo percutiente y oscuro. Robbins nos sirve una situación única, prolongada y asfixiante con sólo seis actores de peso, entre los que destaca Cameron Dye, con un trabajo descarnado, en piel viva.
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