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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Cumpleaños

Mediante los aniversarios que celebramos hablamos de nosotros mismos. De nuestro ahora, en primer lugar. Y, por tanto, de nuestras nostalgias: es decir, de lo que nos figuramos que echamos de menos, de lo que tuvimos (y nos falta) y de lo que nunca tuvimos (y envidiábamos en otros). Los aniversarios no son inocentes: si aprendemos a descifrarlos nos revelan, como los sueños.

El próximo lunes Brigitte Bardot cumplirá 75 años. La onomástica se viene celebrando desde este verano. Se montan exposiciones sobre su vida, se recuerda al "símbolo sexual" de la generación europea de los baby-boomers, se glosa su escandalosa trayectoria sentimental, su meteórica carrera cinematográfica, su jubilación anticipada en Saint Tropez, su obstinada lucha por los derechos de los animales, sus llamativos pronunciamientos xenófobos de los últimos años. Y también se publican fotos que la muestran exactamente con la edad que tiene -siempre evitó las restauraciones quirúrgicas- y suscitan el inevitable ubi sunt: dónde se fue la belleza de antaño, quién te ha visto y quién te ve.

Bardot llegó a ser el mito más popular de los que precisaba la parte más dinámica de la ciudadanía francesa

Desde mucho antes de que Barthes nos enseñara a deconstruir los elementos cotidianos que amueblan nuestro imaginario, sabemos que cada época fabrica los mitos que necesita. Brigitte Bardot llegó a ser el más popular de los que precisaba la parte más dinámica de la ciudadanía francesa, en profunda transformación tras los traumas y desgarramientos de la guerra. Aquella descarada mujer de aspecto adolescente que parecía desnuda hasta cuando vestía abrigo y que fascinó al público con "su admirable dosis de extrema inocencia y extremo erotismo" (Edgar Morin) nada tenía que ver, como símbolo sexual, con las exuberantes y anacrónicas pin-ups diseñadas por Hollywood para entretener los ocios salaces y ruidosos de los soldados. Y es que B.B., a la que Simone de Beauvoir (que había publicado El segundo sexo en 1949) llamó "la locomotora de la historia de las mujeres", también hablaba a las de su género con su permanente y espontánea "afirmación sin palabras de igualdad sexual". Bardot venía a ser la contrafigura de las habituales imágenes de la mujer -madre, esposa, puta-: cambiaba de pareja, no le apetecía tener hijos, no dependía de nadie, exhibía provocativamente una libertad que se manifestaba en cada centímetro de su cuerpo tan deseable. Y todo ello sin rastro de sentimiento de culpa. Eso era lo que los censores (y los biempensantes) no podían soportar: una mujer que se comportara como si su cuerpo y su placer no le causaran el menor remordimiento.

Los primeros que cayeron rendidos ante el fenómeno fueron los intelectuales. B.B. se convirtió (sobre todo a partir de Y Dios creó a la mujer, la película de Roger Vadim) en una especie de icono, explícito y lejano, de la intelligentsia posexistencialista. De Beauvoir a Barthes, de Vadim a Godard, todos parecían de acuerdo en que aquella mujer encajaba como un guante en la idea de (nuestra) condena ontológica a la libertad en un mundo en el que atronaba la ausencia de Dios.

Todo aquello llegaba con sordina al lado de acá de los Pirineos: las revistas -convenientemente censuradas- nos mostraban fotos de las maneras irreverentes de aquella diosa laica y nos informaban de sus escándalos, es decir de su disfrute. De modo que cuando llegaron a nuestras playas los primeros bikinis todos sabíamos quién los había democratizado. He encontrado entre olvidados papeles juveniles una cuarteada tarjeta postal en blanco y negro de Brigitte Bardot, vestida con un característico jersey de pico y una falda a cuadros. La miro y la comparo mentalmente con otra más reciente de la mujer vieja y digna que lleva su mismo nombre y que, apoyada en sendas muletas, exhibe sin vergüenza sus 75 años. El tiempo ha transformado en estupor mi viejo deseo. Acudo al espejo y me miro sólo un instante.

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