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Columna
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Impuestos, impuestos

A principios de esta semana, el consejero de Economía, Carlos Aguirre, declaró públicamente que habría que tocar determinados impuestos. No precisó la modalidad de acometida (pellizco, magreo u otras), pero sí dijo tocar. Claro que, frente a este tocamiento metafórico, ha hecho aún más fortuna una expresión aún más infortunada: la petición. En efecto, la crisis económica coloca a nuestro alrededor, en términos retóricos, una recua de pedigüeños: el secretario de Estado de Hacienda, Carlos Ocaña, pedía "dinero para poder después gastar"; pocos días antes, el presidente Rodríguez Zapatero pedía "un pequeño esfuerzo", y pocos días después lo que pedía la ministra Salgado era "un esfuerzo adicional".

El ejercicio del eufemismo, en política, cuenta con larga tradición. Es perdonable y suele ser, de hecho, perdonado, pero sólo hasta cierto punto. Hay que utilizar el lenguaje con decencia, que la práctica política sea leal al diccionario. El Estado ni pide dinero, ni pide esfuerzos, ni pide por favor. El Estado, por definición, exige. Y exige de forma coactiva. Ojalá el consejero, el secretario de Estado, la ministra o el presidente de Gobierno se acercaran esta tarde invitando a un cafetito y buscaran un hueco en el diálogo para preguntar después, con timbre quebradizo, con voz algo insegura, con un tanto de vergüenza, si les damos permiso para que nos toquen los impuestos. Pero seguro que no están pensando en eso, por mucho que recurran, en el discurso, a la intrínseca cortesía que comporta pedir. Tanto pedir, tanto pedir, pero para garantizar el resultado de la presunta súplica, del agónico plañido, están la recaudación ejecutiva y las fuerzas del orden. En esas condiciones, muchos verbos vienen a la cabeza, pero no ése al que se agarran.

El Estado (ese Estado que abarca desde Obama hasta el último pedáneo) nunca pide. El Estado exige. Y exige porque amenaza. Y no contento con la victoria física, se atribuye la victoria moral y denomina insolidaria cualquier objeción a sus dictados. Una obediente formación de especialistas en economía pública justifican, en el plano teórico, estas relaciones de subordinación no negociada. Y confirman el chantaje sacando de paseo otro fetiche verbal muy conocido: el gasto social. Uno oye gasto social y calla como un muerto. Uno oye gasto social, traga saliva y aprieta los dientes, a la espera del ciclón que arrasará primero las nóminas de los trabajadores y traerá más tarde la inflación, el impuesto más vil y cruel que existe. Pero ni todo el presupuesto público es social (ni siquiera lo es la mitad), ni todo el gasto social es sacrosanto: hay partidas discutibles, alguna hasta da vergüenza.

Van a tocar los impuestos, cierto, los van a tocar a fondo. Y el único contribuyente cautivo, el de la nómina, percibe ya el tocamiento, en el íntimo fortín testicular.

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