Redes del tiempo
Mi querido Eduard Punset se coló hace unos días en el saloncito de mi apartamento beirutí a través del canal internacional de TVE. Creo que se trataba de la reposición veraniega de uno de sus Redes ya emitidos, pero yo no lo había visto. Me senté pues, lista a disfrutar de lo que quedaba de emisión, y contenta porque tenía a un amigo en casa. Eso lo decimos ahora de muy poca gente que trabaja en televisión.
Estaban hablando, él y un científico invitado, de la particularidad del tiempo, de la percepción interior del tiempo, no ya como bloque -pues sabemos que el Tiempo no es estáticamente objetivo-, sino como experiencia personal. De sus acelerones y de sus lentitudes, según nuestro propio estado de ánimo, nuestra disposición.
Cuando consigo dar un vuelco a mi vida, entonces es cuando siento el tiempo pleno
Sus reflexiones me vinieron que ni pintadas, porque me pillaron en vena. Regresaba yo de una excursión por el montañoso interior de Líbano, durante la cual tuve oportunidad de meditar sobre la intensidad del espacio geográfico: este país mide apenas diez mil kilómetros cuadrados, pero eso no cuenta. Es decir, esa cuenta no vale. Montes y depresiones, valles y cañadas, pueblos dispersos y villas aferradas como dientes a la espalda de las cordilleras. Cada pieza del terreno, con su historia; con el peso de su sangre. Ese paisaje, que apenas ocupa líneas traducido a cifras, es un continente, un mundo, un abismo, un monstruo dormido, una princesa encantada. La princesa despierta, y es un dragón. El príncipe, que la viene a salvar, la bombardea. Los familiares afilan los cuchillos. Un mundo bicéfalo, los dos rostros de Juno multiplicados hasta el infinito en imaginarios espejos. Nada que ver, lo que leemos, con lo que hay debajo.
Lo mismo ocurre con el tiempo.
Decían Punset y su acompañante, cuyo nombre lamento no recordar, que la rutina nos hace medirlo de otra manera. Como ejemplo pusieron el interruptor y la luz. La persona que, por primera vez en su vida, le da al interruptor para que se encienda la luz, advierte que se produce un infinitésimo retraso entre ambas acciones. Al habituarnos, anticipamos la iluminación y la tomamos por simultánea. De aquí pasaron a deducir -si les entendí bien- que la vida transcurre más rápidamente cuando nos hacemos mayores porque todo lo que hacemos es repetido, porque la rutina nos acorta el tiempo.
Estando de acuerdo con la noción básica -tan simple como lo de que todo es relativo: menos en lo ético, pero ésta es otra historia- de que el tiempo se acorta con la edad, disiento simpáticamente de mi entrañable Punset. Únicamente puedo hablar de mí, pero estoy segura de que muchos de ustedes se mostrarán de acuerdo conmigo en que, cuanto repetitivo y más hecho a la usanza se desenvuelve nuestro vivir, más largos se nos hacen los días. Eso al margen, claro, de que a partir de cierta edad -los 50, los 60 sobre todo, los 70 ya ni os cuento-, el tiempo nos parece -y lo es- espantosamente breve, básicamente porque la mayor parte del que tenemos por detrás lo hemos utilizado aprendiendo a vivir, con el consiguiente desgaste personal y el desperdicio de no haber sabido que eso -escoñarnos en todos los sentidos y sacar enseñanzas de ello, luchar por un poco de felicidad, de realización o de supervivencia-, eso, precisamente, era todo.
Lo que acorta nuestros días más allá de la forma en que el tiempo se escurre en términos objetivos es saber que no tendremos ni salud ni tiempo para aplicar aquello que aprendimos. Y lo que lo convierte en fugaz, pero tedioso, a veces incluso insoportable, es la repetición de las rutinas. Al menos, a mí eso me ocurre.
Y cuando consigo dar un vuelco a mi vida, reinventarme, osar, arriesgarme, cuando mando a tomar viento la silla en que debería aguardar sentada y decido ir al encuentro de lo que sea que quede por venir, es entonces cuando siento el tiempo pleno. ¿Corto? Desde luego. Pero pleno. No algo que sólo se puede rumiar, algo que jugamos a matar.
Pero qué interesante fue el programa y cuántas preguntas suscitaba. Bienvenido, pues, en la nueva temporada, Eduard Punset y a sus puertas abiertas en las Redes. Verle desde Beirut, donde todo es volátil, nunca se convertirá en rutina. Es sólo una sana costumbre.
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