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Obama no será juzgado por su color

Timothy Garton Ash

El presidente de Estados Unidos está metido hasta el cuello en una situación muy complicada. Ni el mejor discurso va a sacarle de ella. "Cambio: que me devuelvan el mío". La chapa que repartían los republicanos en la feria de Minnesota capta la evolución de un sentimiento nacional. El año pasado, los estadounidenses votaron el cambio; este año, se preocupan por él. Escandalizados por la dimensión del gasto oficial para evitar que la recesión se convierta en depresión, anonadados por la perspectiva de muchos más millones en déficit y deuda nacional, ahora les dicen que la reforma sanitaria de Obama costará casi 1 billón de dólares durante los próximos 10 años.

Un verano de encuentros con la gente, a veces histéricos, no le ha servido a Obama para ganar el debate. Según las encuestas, casi todos los que pertenecen a esa gran mayoría de estadounidenses que sí tienen seguro de salud están razonablemente satisfechos con lo que tienen. Tienen miedo de que la reforma propuesta les deje en peor situación y, además, cueste más al país (el primer temor es más bien infundado; el segundo, no). Más de la mitad de los votantes independientes, que tanta importancia tienen, tampoco está contenta. El índice de aprobación de Obama ha caído hasta casi el 50%, peor que la mayoría de sus predecesores a estas alturas de sus presidencias.

Timothy Garton Ash Para defender su reforma sanitaria, ha utilizado el 'arma nuclear' del discurso ante el Congreso
Sigue sin verse cómo va a financiar su plan sin aumentar el déficit

A sólo siete meses de su toma de posesión, Obama ha querido utilizar lo que, en el Congreso estadounidense, equivale a un arma nuclear. Un discurso especial ante las dos cámaras -aparte del discurso de toma de posesión y el del estado de la Unión- es una medida excepcional, que utilizó por última vez el presidente George W. Bush tras los atentados terroristas del 11 de septiembre. Según el veterano comentarista político Mark Shields, Lyndon Johnson sólo pronunció dos de esos discursos, uno tras el asesinato de John F. Kennedy y el otro sobre los derechos civiles. Franklin Roosevelt sólo pronunció uno, para pedir al Congreso que declarase la guerra después del ataque japonés a Pearl Harbor. Y Obama lo emplea para esto...

El miércoles por la noche pronunció un discurso magnífico. Presentó argumentos convincentes en favor de la reforma y reconoció que el problema fundamental es que Estados Unidos gasta "una vez y media más por persona en sanidad que cualquier otro país, pero no por eso tenemos mejor salud". Los europeos y los canadienses quizá sonrían ante su afirmación final de que una cosa que todas las demás democracias avanzadas tratan de hacer -combinar la libre empresa y las libertades de mercado con un mínimo de justicia social, seguridad y sanidad paratodos- refleja un componente moral exclusivo del carácter estadounidense, pero no tenemos más remedio que estar de acuerdo con su impulso.

A pesar de todos sus guiños al bipartidismo, éste fue además un discurso muy partidista. Algunos republicanos respondieron silbando, interrumpiendo e incluso con un grito de "¡Mentira!" (por el que la persona que lo lanzó se ha disculpado); unos síntomas de falta de respeto que no suelen verse en tales ocasiones. La escena quizá no ayudó a los republicanos, pero tampoco reforzó la autoridad y el halo de Obama. Y, cuando dijo que "todavía hay que concretar varios detalles importantes", provocó, en demócratas y republicanos, una carcajada imprevista. Está bien que a uno le rían las gracias, pero no cuando se ríen de algo que ha dicho en serio. En conjunto, el medio escogido -la ocasión parlamentaria más solemne, reservada para momentos de emergencia nacional- no parece apropiado para el fin.

Aunque el discurso le ayude a obtener el apoyo público y los votos necesarios en el Congreso, sólo le dejará pasar por las dos cámaras una versión modesta y de compromiso de la reforma sanitaria. La ley que seguramente saldrá de la fábrica de salchichas legislativa abordará el problema social más acuciante, el de que casi uno de cada seis estadounidenses no tiene cobertura sanitaria. Pero no el problema económico fundamental: los costes ridículamente disparados del sistema. Unos costes desproporcionados para las prestaciones del paciente pero enormemente lucrativos para las aseguradoras. Según la revista Harper's, desde 2002, los beneficios de las 10 primeras compañías de seguros han subido un 428%.

Se dan dos explicaciones para justificar los problemas de Obama. Los demócratas dicen que la historia (y, más en concreto, George Bush) le ha repartido unas cartas muy difíciles. Los republicanos dicen que no está jugándolas bien. Quizá sean verdad las dos cosas. La situación económica que heredó no podía ser peor. Aunque hay indicios de mejoría, o al menos de desaceleración de la crisis, el paro bordea ya el 10%. Los contribuyentes estadounidenses pagarán el coste de los rescates y los paquetes de estímulos durante décadas. La reforma sanitaria es uno de los problemas más importantes y más difíciles de abordar, y se ha vuelto mayor y más inabordable con cada gobierno que no se ha ocupado de ella.

En el extranjero, Obama ha heredado las guerras de Irak y Afganistán, el caldo de cultivo islamista en Pakistán, el reto olvidado del cambio climático y el ascenso de China, para no mencionar más que unos cuantos problemas. El propio Abraham Lincoln se habría echado a temblar ante la perspectiva.

Pero también es cierto que Obama, hasta ahora, no ha demostrado mucha habilidad a la hora de emplear las herramientas de las que dispone para hacer las cosas. Su estilo personal sigue siendo una delicia: da gusto verle cada vez, y siempre maneja muy bien las palabras. Pero todavía tiene que demostrar que se le da tan bien la prosa del gobierno como la poesía de la campaña. Así que tiene que aprender sobre la marcha.

A propósito de la sanidad, en concreto, su gobierno parece haber subestimado lo difícil que iba a ser. Su encanto, su elocuencia y su decencia no bastan para ocultar el hecho de que -después de haber intentado evitar lo que se consideró uno de los errores de Bill y Hillary Clinton, que propusieron su propia reforma sanitaria en vez de dejar que el Congreso elaborase el proyecto de ley- no había un "plan Obama" único y claro que explicar y defender. El miércoles por la noche puso cierto remedio a esa situación, aunque sigue sin verse cómo va a financiarlo -como prometió- sin añadir "diez centavos" al déficit.

"Sus alas de cera se han derretido y es el hombre que cayó a la tierra", se regocija el comentarista neoconservador Charles Krauthammer. Pero Obama no es Ícaro todavía. Muchos presidentes se han recobrado de peores momentos y han tenido segundos mandatos más fuertes. Y Krauthammer quizá se ha olvidado de que el otro personaje con alas voló bajo y consiguió atravesar el mar. Su nombre era Dédalo, y era un artesano consumado. Eso es lo que Estados Unidos necesita ahora: no alguien dotado para las palabras sino un político que haga las cosas. Da un paso adelante, Barack Dédalo. Ha llegado tu hora.

Timothy Garton Ash ocupa la cátedra Isaiah Berlin en St. Antony's College, Oxford, y es profesor titular de la Hoover Institution, Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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