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CON GUANTES
Columna
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Un viajar más importante

La frase no es mía, qué más quisiera yo, es de Witold Gombrowicz, pero me viene a la cabeza al volver en tren de estas largas vacaciones. De cuando en cuando nos sonríen las cosas por un segundo y no debería uno negarse esa alegría ni intentar sujetarla, porque sabemos, al menos sabemos ya eso, que no se puede atesorar la felicidad sin derrumbarla. ¿Qué viajar es ése más importante? Supongo que aquel que se desarrolla según las buenas leyes de la mejor de las intenciones. El vehículo de todo viaje importante es el viajero mismo; hasta aquí, ningún descubrimiento. Los veranos se suceden, pero no todos se aprovechan de igual manera, y los veranos malgastados se amontonan en las cuentas negras de la memoria. Otros veranos sí dicen su nombre y al recordarlos se da uno cuenta de que no sucedió ningún prodigio más allá del prodigio de haber sido capaces de alimentar el lado mejor del alma y desechar la sombra enana del árbol talado. Un hombre de bien siempre tiene la esperanza de ser feliz antes de cada viaje, pero a menudo olvida cuánto tiene que poner de su parte en la tarea. Es siempre el viajero el que estropea o arregla el viaje, poco tienen que decir en esto el barco, la vista desde la habitación, el clima impertinente. Raro es aquel que no divide su verano entre la aventura y la familia, y sin embargo resulta difícil presentarse ante dos causas dispares con idéntico entusiasmo. Es aquí donde la edad, puñetera en casi todo lo demás, se ofrece por fin como aliado. De la misma madre se llevará uno dos sabores diferentes, según sea la atención que se le preste, y lo mismo puede decirse de dos junglas, de dos océanos, de dos Venecias, de dos niños. La misma compañía y los mismos besos serán también dos asuntos diferentes con el más leve giro de nuestra predisposición, y lo serán tanto en el presente como en el recuerdo, pues a menudo se recuerda lo mismo de manera distinta, y por la misma razón se transforma una lectura repetida cuando se acepta que el tiempo va haciendo de nosotros gente nueva.

"La insignificancia se carga de significado en verano. Ves algo que no habías visto"

El viajar más importante, del que nos habla Gombrowicz, depende en definitiva de nosotros. Es siempre la misma playa, pero son otros pies. El gesto infinito produce reflejos dispares, aceptarlo de buena gana supone abrir las cárceles y dejar que los presos del miedo correteen sin hacerle ya daño a nadie.

En este tren de vuelta a casa he pensado en esto, y en este verano cualquiera he vuelto a viajar para atrás y hacia delante de manera más sensata, sin dejar de estar aquí. Hacerse con lo vivido es parte de la tarea de vivir. No hay quien no sepa frente al vértigo de la edad que el pasado rejuvenece, que los fantasmas se agitan, que olvidar es imposible. Los veranos hacen cosas con nosotros que no hacen los inviernos, un segundo detenido bajo el sol refresca la memoria de la piel y el viajero por fin lo confiesa todo. El borde caliente de la piscina desata la lengua de un soplón con más eficacia que la tortura o el suero de la verdad. Un dry martini helado en el Harry's Bar junto al Gran Canal te convierte en un segundo en el traidor de casi todos tus secretos. Lo que pensabas que escondías por prudencia lo escondías casi siempre por maldad. No pasa nada, sacar la basura es al fin y al cabo cuidar la casa.

Volviendo a Gombrowicz, ¿cómo puede la insignificancia cargarse de significado? El caso es que puede y sucede todos los veranos, no hay más que estar dispuesto y prestar atención. Será el traqueteo o el cambio de paisaje, pero lo cierto es que el tránsito disipa la niebla de lo inmediato y abre un camino entre los árboles más altos del bosque, y ahí, en ese claro, si se dispone de cierta perseverancia y de un poco de paciencia, puede uno ver algo que antes no había visto. No es una iluminación, pero sí al menos el primer atisbo de un día sin rencor. La promesa de otro verano en paz, con los unos y los otros, y tal vez incluso una caricia amable al castigado perro de lo propio.

Ese viajar más importante lo imagino ahora habitado por otros nosotros, más dispuestos y, sobre todo, más tranquilos.

Un viajar tan limpio como los ojos del viajero. 

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