Contra sueños patrios, sueños
Existen dos clases de sueños. Los sueños del deseo y los sueños que nos sueñan mientras dormimos. "Yo tengo sueños oníricos", puntualizó en cierta ocasión una folclórica muy graciosa e inofensiva. De las dos especialidades, la primera es la más peligrosa. Por ejemplo: una patria bien puede ser un sueño a alcanzar, y, para cumplirlo, cualquier cazurro desalmado se siente autorizado a matar, mientras otros cazurros de guante blanco condenan recatadamente los medios, pero comprenden, y hasta comparten, los fines.
Están afortunadamente los sueños que nos sueñan, y que a veces nos dan patrias que no necesitamos defender, porque van y vienen y constituyen un regalo infinito, un territorio vago y múltiple en el que somos mejores y del que, al despertar, emergemos quizá con la tristeza de haber finalizado el viaje, pero indudablemente enriquecido nuestro avituallamiento para el día.
"Soñad Grecias, que la vida es muy corta para mancharla de sangre"
Somos lo que soñamos por la noche, porque si no lo soñáramos nosotros -y cada uno de nosotros es único-, ese sueño nocturno, ese trayecto inmenso, no se habría realizado.
Yo tengo un sueño único que transcurrió en el agua, en el mar. Me lancé en Mallorca y recorrí el Mediterráneo, pero no fui consciente de ello hasta que saqué la cabeza y vi Grecia. Mi cuerpo sentía la frescura del agua corriendo por mis venas como cuentas de cristal, el mar era yo y yo era el mar, y al asomar la cabeza vi montículos azulados, vi islas pequeñas e islas mayores, vi el acantilado violeta de Santorini, vi los palmerales cretenses. Todo eso lo vi y lo viví y lo llevo engarzado en mí como una de las más dulces patrias que me ha dado la vida, una patria para mí sola y, sin embargo, no exclusivista. Una patria generosa, íntima, por la que no mataría, pero sí podría dulcemente morir, o, para ser más exacta, en la que podría pensar para morir dulcemente.
Grecia me aguarda dentro de un mes para un viaje real, un viaje corto, de cinco días; más bien una estancia breve, cinco días con amistad en Cabo Sunio, entre pinos y puestas de sol a pie del templo dedicado a Poseidón, de sus gloriosas ruinas. Pues bien, en mi sueño yo nadé por delante de Ática, me deslicé entre delfines que saltaban, sentí el agua en mi cabeza, en mis pezones el mar Mediterráneo, el mar que entraba en mi cuerpo y salía por mis ojos, y que no era lágrimas.
La pequeña parada que, en una vida, son cinco días, se ensanchará y ahondará gracias a que la tierra griega la soñé desde el mar, cuando ya la conocía lo suficiente y tal vez porque la añoraba no como era, sino como quería que fuera, pero sin tocarla, sin matar por ella, sólo soñándola.
Azules y morados, peñas gigantescas, nombres de dioses, oráculos, el rosario negro que un antiguo amante me regaló hace un montón de años, los mismos que llevo sin visitar Grecia. Eso meteré en mi maleta, que voy haciendo poco a poco para que el placer de la anticipación me dure más, para que no se me derrita de un golpe seco al pasar cualquier control de documentos. Llevo en mi maleta el sabor pegajoso del ouzo y la irritación de estómago que me produce el vulgar pero entrañable retzina, la mala baba de los viejos sentados en los porches y el cuerpo curvado hacia delante de las campesinas cargadas como burros. No quiero ver la polución, aunque la atravesaré si es necesario como una ciega edípica para recuperar la visión en el nuevo museo de la Acrópolis, o para acercarme a una taberna en donde compartiré, y seré parte, de vinos y canciones.
Como ven, la patria de éste mi sueño -sin duda, ustedes también tienen las suyas- es hermosa y no hace daño a nadie. Nadie mata por ella, pues quien podría hacerlo, yo misma, se siente demasiado agradecida y ruega todas las noches que el sueño se repita.
Pero los que matan personas matan sueños de los que no matan a nadie, y los matan para alimentar su sueño asesino del deseo.
Soñad Grecias, que la vida es muy corta para mancharla de sangre.
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