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Columna
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Desempleo

Finalmente, apurando el suspense hasta el último instante, el Gobierno ha logrado acordar in extremis el nuevo pacto de financiación autonómica negociado con el tripartito catalán, apalabrando así la aprobación de los Presupuestos de 2010. Con ello revalida su cargo la vicepresidenta Salgado, que ha logrado pasar esta prueba con éxito allí donde se atascó su antecesor, Pedro Solbes. Pero no sin opacidades, dada su firme negativa a cuadrar las cifras de la matriz de pagos entre el Estado y las CC AA, pendientes como están de la liquidación fiscal. Así que de momento seguimos sin saber cómo ha quedado el ranking de la ordinalidad (gasto autonómico por habitante proporcional a la presión fiscal). Sólo sabemos, porque así lo asegura Salgado, que se estrechará la horquilla de la desigualdad territorial del gasto por contribuyente.

Hay que reconvertir el mercado de trabajo sin abaratar los despidos

Pero si el Gobierno ha superado ese examen, todavía le queda por aprobar otra asignatura fundamental: el diálogo social entre empresarios y sindicatos para enfrentarse al peor coste de la crisis, que es el desempleo rampante. Un diálogo social que hoy está encallado y quizás haya que suspender, dejándolo para septiembre. La semana pasada debió llegarse a un acuerdo en torno a la última oferta del Gobierno, cifrada en una rebaja de dos puntos en la cotización empresarial a la Seguridad Social y en una prórroga de seis meses adicionales en la prestación a los desempleados que hayan agotado su derecho a indemnización. Pero al final no hubo acuerdo porque la CEOE se negó, y hoy debe reanudarse con un último encuentro crucial.

Existe una curiosa simetría entre estas dos negociaciones dejadas para el final del curso: la ya aprobada financiación autonómica y el diálogo social pendiente de aprobar. Me refiero a la coincidencia de que para poder cuadrar sus respectivos sudokus se precise un incentivo de fondos públicos a ofertar por el Gobierno para convencer a la parte renuente al acuerdo. En el caso de la financiación autonómica, fueron los famosos 3.800 millones de euros que exigía ERC como financiación catalana adicional. Y en el caso del diálogo social, el incentivo es de 4.250 millones de euros: el coste anual para las arcas de la Seguridad Social de una rebaja de dos puntos en la cotización empresarial. Pero si el sobrecoste autonómico se ha podido cargar al déficit presupuestario, el sobrecoste empresarial no puede cargarse al inminente déficit de la Seguridad Social. Por lo tanto, la concesión a la patronal habría que pagarla con otros fondos públicos: ¿pero cuáles?

De momento, el Gobierno sostiene que no se pagará con una elevación del IVA, como sugiere el informe encargado por la patronal al Instituto de Estudios Económicos. Así que, para cuadrar el sudoku del diálogo social, habrá que inventarse algún otro ingenio contable quizá tan opaco como el del sudoku autonómico, por ejemplo cargándolo a deuda pública o al ya abultado déficit presupuestario, cercano al 10%.

De manera que, al final, es posible que no haya acuerdo y el diálogo social se suspenda, sin que ello parezca importarle demasiado a nadie. Entonces, ¿cómo entender la insistencia de Zapatero en sacar a flote el diálogo social? A diferencia de la negociación autonómica, de la que dependía la mayoría parlamentaria para los presupuestos del año próximo, aquí en cambio no parece haber en juego bazas políticas demasiado importantes.

Es verdad que, en teoría, se necesita llegar a un acuerdo social para poder edificar sobre él la nueva Ley de Economía Sostenible con la que Zapatero proyecta su estrategia de salida de la crisis. Pero de momento ese plan es tan difuso y confuso como la peregrina Alianza de Civilizaciones. Así que no sería extraño que la proverbial miopía de Zapatero acabase por dejarlo para más adelante.

Pero si actúa así, despreciando la trascendencia del diálogo social, incurrirá en un gravísimo error. Al margen de tacticismos políticos, lo que España más necesita hoy es una reforma laboral que sirva como palanca estratégica de salida de la crisis.

Nuestra gran tragedia nacional es la tasa de desempleo, que duplica el promedio de la UE y la OCDE. De ahí que, por supuesto, haga falta pactar subsidios con los que paliar la tragedia personal de las víctimas de la crisis. Pero sólo con eso no basta. Además, hay que proceder a una reestructuración en profundidad de nuestro mercado de trabajo, aquejado por una patológica dualización que condena a un tercio de la fuerza laboral a la precariedad o la exclusión. Y esa reestructuración exige a medio plazo una reforma laboral sin abaratamiento del despido como la proyectada por el Manifiesto de los 100: una reforma que el Gobierno debería liderar con autoridad, convenciendo a las dos partes del diálogo social.

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