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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Hola y adiós

Beirut no es sólo una parábola del mundo en el sentido más peligroso, no sólo tiene en su haber ser la capital del país cuya comunitarización -la división en tribus, en sectas- prefiguró el planeta que vendría, cada vez más global y cada vez más dividido en identidades ensimismadas.

Es también, en un sentido mucho menos malsano y emocionalmente muy agitado, una especie de concentración de eso que tanto nos ocurre cuando llegan vacaciones: separarnos. El número de despedidas y de reencuentros que aquí se producen por año supera, sin embargo, cualquier medida aplicable a un mes de agosto. Y los lapsos de tiempo en que permanecemos sin el que se fue, sin los que se fueron, a veces se hacen desesperadamente largos, eternos. A veces son para siempre.

"Y sin decirnos nada, reanudamos las costumbres de siempre, la vida común"

Sin embargo, muchos vuelven. No resulta fácil para el ausente -si es libanés, le parece imposible- dejar de regresar aunque sea por unos pocos días. En el caso de los extranjeros que hemos venido a parar aquí por azares del destino o pasiones dominantes, y a quienes la vida conduce hacia otros lugares, también la vuelta se impone como un imperativo, como la necesidad de una transfusión de sangre, como la dosis sentimental y sensorial que precisan inevitablemente para seguir en pie.

Por eso resulta fácil, para alguien que escribe, hacerlo sobre las emociones de los adioses y las bienvenidas. Beirut ofrece una excelente tribuna de observación. Ofrece, sobre todo, un vistazo de reconocimiento sobre el propio corazón sacudido por el pequeño tsunami de los reencuentros, de los hasta pronto. A mí no me gustan las despedidas. No suelo -salvo en contadísimas y muy especiales ocasiones- extenderme en abrazos extraordinarios y en besos desbordados: me produce demasiada pena, porque cuando abrazo de esa manera significa que temo en exceso el lapsus sin la persona que marcha. Prefiero sonreír y decir algo banal, algo así como: bueno, nos encontramos aquí mismo cualquier día.

Eso banal es una cuchilla clavada en las entrañas.

Ocurre, sin embargo, que el milagro se produce en ocasiones. Pienso en Pascale y Jesús, que sorpresivamente reaparecen por unos pocos días, en torno a la mesa acostumbrada, con las personas que les son queridas. Pienso en tantos que reaparecen, y en los verdaderamente queridos más allá de toda formulación, que llaman a mi puerta y sonríen como lo hicieron en aquella última ocasión, y sin decirnos nada reanudamos las costumbres de siempre, la vida común que aprendimos a construir mientras estuvimos cerca.

Todos estos sube y baja de los afectos electivos, la noria en que unos días nos subimos para partir -pues yo misma me alejo de Beirut más de lo que quisiera para atender mi otra vida, mi vida de España, tan amada como ésta-, y que otros días nos sorprende esperando que deje de dar vueltas, a pie de rueda, con las bienvenidas listas… Toda esta exaltación interior, decía, es un regalo que la ciudad ofrece a quienes la han elegido para habitar, o a aquellos que hemos aceptado sin resistirnos que la ciudad se hiciera con nosotros.

Los aspectos negativos, la sensación de hallarnos en precario… ¿Qué son, comparados con la euforia amistosa, la efervescencia de las buenas compañías, y de los buenos recuerdos de quienes han partido, bullendo en la sangre? No en pocas ocasiones contemplo las paredes, las pequeñas posesiones que me rodean: ¿y si algún día una causa mayor me obligara a abandonarlas?

Y entonces me digo que no importa. Que lo mejor que Beirut me ha dado, la revaloración de los momentos que cuentan junto a la gente que importa, el ritual de los adioses y de las bienvenidas sentido hasta lo más hondo… Eso permanecerá para siempre, mientras me queden lealtad y memoria.

Porque el corazón tiene razones que la razón no entiende y esta irrazonable ciudad, a menudo tan frívola que la sacudirías, con frecuencia tan repleta de identidades asesinas que abominas de ella, posee la llave de los sentimientos compartidos. Y es, precisamente por su condición de agosto permanente, de idas y venidas, de despedidas y regresos, tan única y preciosa como un estado del alma.

El estado en que los amigos resultan relevantes minuto a minuto, en que los amigos faltan.

ILUSTRACIÓN DE JOSÉ LUIS ÁGREDA
ILUSTRACIÓN DE JOSÉ LUIS ÁGREDA

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