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Columna
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Las prisas de la victoria

Lluís Bassets

La guerra no ha terminado. Pero es una guerra perdida desde hace muchos años. Y quien la ha perdido ha sido Estados Unidos de América. Algunos ya se dieron cuenta en el momento en que Bush alzó los brazos para hacer la uve de victoria sobre el portaaviones Abraham Lincoln, frente a la costa californiana, delante de aquella pancarta mentirosa que decía "Misión cumplida", el 1 de mayo de 2003, apenas 40 días después del inicio de la invasión. Se daba por hecha la victoria y el horror en cambio apenas había empezado. Pero la medida y la imagen de la derrota irremediable la han dado la celebración el martes en Irak del Día de la Soberanía Nacional para señalar la partida de las tropas norteamericanas de las grandes ciudades. Las imágenes de alegría, fuegos artificiales y discursos patrióticos que ensalzan la victoria para unos son para otros el duelo por la derrota y por el altísimo precio pagado en vidas y costes de todo tipo.

Después de la derrota en Irak puede haber todavía más derrotas, pero éstas salpicarán a Obama

El primer ministro Nuri al Maliki, con tanta precipitación como Bush, quiso apuntarse el tanto de la retirada ante las elecciones del próximo enero, y ha presentado así la fecha del 30 de junio como un día de emancipación nacional, en el que los iraquíes se han sacudido el yugo extranjero. En Irak quedan todavía 130.000 soldados norteamericanos, que no empezarán a retirarse hasta 2010, proceso que culminará a finales de 2011, cuando Washington deberá establecer con Bagdad un tipo de relaciones similares a las que tiene con Madrid si quiere conservar presencia y bases en aquel territorio. Todo esto, por supuesto, si no prenden de nuevo las guerras civiles que han ardido durante estos seis años, no sale entero el Sadam Husein que Nuri al Maliki lleva dentro, no naufraga la precaria unión de kurdos y árabes, chiitas y sunitas, y las cosas transcurren con una normalidad razonable.

Ya se sabe que ciertos árabes, instalados en las leyendas de una expansión imparable con el Corán en una mano y la cimitarra en la otra, han inventado una muy peculiar moral de la victoria contemporánea que permite celebrar como conquista incluso la más escocedora de las derrotas. Todavía están lejos los iraquíes de una situación que les permita desplegar la autoestima y aclamarse a sí mismos como vencedores. Pero de momento les basta la desaparición de las ignominiosas patrullas blindadas de sus calles para sentirse arropados por la moral de la victoria. Su Gobierno hace todo lo que puede para que esta leyenda de una victoria ahora tan inaprensible se convierta en hechos. Lo demuestran sus exigencias en la negociación del estatus de las fuerzas norteamericanas (acordado con Bush, por cierto), la dureza de sus posiciones con los contratistas privados que han campado a sus anchas en los seis años largos de guerra y ahora el listón altísimo, quizás demasiado, que le han puesto a la subasta de derechos de explotación del petróleo.

No hay muchas razones para el optimismo. Esta transición delicada avanza subrayada por la sangre de los atentados hasta el mismo día de las celebraciones. No sabemos si habrá una resurgencia del terrorismo, con la firma del vecino iraní en plena reacción fundamentalista o de la gran franquicia violenta sunita que es Al Qaeda. Puede haber, pues, más derrotas después de la derrota, y seguro que su enjuague político salpicará a Barack Obama, aunque todas las decisiones, incluso las más acertadas que condujeron a la transición actual, se tomaron en los últimos meses de George W. Bush. Dos han sido las novedades que Obama ha introducido respecto a Irak: la primera, su consideración como un elemento más de una política global para Oriente Próximo, y la segunda, en relación al lugar central que ocupa la diplomacia en su política exterior, después de una etapa en la que su almendra era meramente militar. En el resto no hay diferencias de fondo con el último Bush, de forma que si la derrota ya aceptada es de éste, su prolongación terminaría siendo de Obama.

Fue una guerra injusta según los parámetros más clásicos. La causa era falsa: no había armas de destrucción masiva ni Sadam Hussein tenía relaciones con Al Qaeda. Fue mal conducida, y la prueba ha sido su duración y su fin todavía indeterminado. No se libró con la autoridad legítima, que debía ser la de una resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Y no se lanzó como último recurso. Pero las guerras no se pierden por injustas, sino por mal libradas. Eran equivocados y confusos sus objetivos y fueron pésimos los medios que se dispuso para obtenerlos. Hasta qué punto el coste irracional de la guerra ha influido en la actual recesión es otro de los puntos para la polémica. Pero no hay duda de que ha sido uno de los pilares del fracaso también económico de la etapa neocon. Dice el muy citado Sun Tzu que "un ejército abocado a la derrota se bate sin esperanzas de vencer", mientras que "un ejército victorioso lo es ya antes de entrar en combate". Seguro que los cultísimos neocons le habían leído, pero no entendieron nada.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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