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El nuevo Hemisferio Occidental

Para sorpresa de escépticos, a Estados Unidos le vuelve a importar mucho lo que pasa en el continente americano. En principio, la nueva actitud de Obama, basada en el respeto a sus vecinos, debería ser percibida por los europeos como una oportunidad para colaborar más a fondo con el llamado Hemisferio Occidental. Sin embargo, nadie en París, Berlín o Londres parece estar interesado en esta oportunidad estratégica para reforzar el vínculo transatlántico con todas las Américas. ¿Y en España?

Desde México hasta Tierra de Fuego, hemos visto en estos últimos años una mejora de las instituciones democráticas y un crecimiento económico más sostenido. Sin embargo, esto ha ocurrido al tiempo que España perdía influencia en la región. Fenómenos como el auge de Brasil, la irrupción de China o el revisionismo andino de la mano de Chávez explican en parte este retroceso. Otra parte puede deberse quizá a que no hayamos hecho lo suficiente. En todo caso, España tiene mucho terreno que recuperar, tanto en su interlocución con Estados Unidos sobre asuntos hemisféricos como en su liderazgo europeo para trabajar en pro de la integración regional de América Latina y Caribe (ALC).

España tendría que aspirar a un papel clave en el triángulo formado por América Latina, EE UU y la UE
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Ambos aspectos podrían configurar una misma estrategia: articular un Nuevo Hemisferio Occidental ampliado a la Unión Europea. España debería aprovechar el actual clima de relativa distensión entre EE UU y sus socios del sur para recolocarse en el tablero interregional en el centro del mayor número de triangulaciones. Es muy posible en áreas en que hablamos el mismo lenguaje político que la UE y la nueva Administración estadounidense: el buen gobierno, las infraestructuras, las energías renovables y el medioambiente, el comercio y los mecanismos compensatorios orientados a la inclusión social o las migraciones.

Hay razones objetivas para una apuesta de tal magnitud. Primero, a pesar de la crisis financiera, la vasta región euro-americana acumula un formidable poder. EE UU, junto a Canadá y las naciones latinoamericanas pertenecientes a la Organización de Estados Americanos (OEA), sumaría junto a Cuba (hoy excluida) y los 27 miembros de la UE casi un tercio de los Estados del mundo, y una riqueza conjunta del 70% del total mundial. A los intensos flujos de inversión y comercio entre EE UU y la UE (los mayores del mundo) se añadirían los existentes entre estos dos con Canadá y ALC. Los cuatro aún ocupan entre sí entre el primer y el tercer puesto como inversor o socio comercial. Y un ejemplo de que esto es posible es que los canadienses, a la par que incrementan su presencia en ALC, quieren firmar un acuerdo de libre comercio con la UE.

Tan importante como lo anterior, aunque ese Hemisferio Occidental ampliado a Europa sólo ocuparía hoy una cuarta parte de la población mundial (y Asia el 60%), en él se concentran la casi totalidad de los flujos migratorios procedentes de ALC. Y no hay que olvidar tampoco que allí operan importantes organismos de seguridad como la OTAN, la Política Europea de Defensa o el Consejo de Seguridad Suramericano, con el liderazgo de un Brasil que también encabeza el diálogo del Grupo de Río con la UE y que acabará por incorporarse al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

En segundo lugar, están los valores compartidos. Aquí lo realmente común son las altas expectativas de sus ciudadanos respecto al poder. Llevamos décadas buscando la fórmula de oro que permita encajar en un mismo paquete la democracia, los derechos humanos, sociales y económicos, y, ahora, un crecimiento sostenible. Es una herencia saludable que, paradójicamente, se traduce muchas veces en conflicto social. En contraste, países en relativa calma interna como China, Rusia, o India carecen por el momento de poder blando, esto es, de un modelo atractivo para exportar.

Por supuesto, las dificultades de un proyecto así son equiparables a su ambición. Los desequilibrios económicos y sociales son muy grandes; la interminable fragmentación subregional de siglas (NAFTA, ALBA, MERCOSUR, UNASUR, etcétera), e incluso la tentación de excluir a EE UU o a Europa de una "América para los latinoamericanos", impiden ver más allá y llevan a un bloqueo entre liderazgos rivales.

Pero desde la perspectiva europea, no se trata de anteponer las Américas al Este europeo, el Mediterráneo o África, sino de relanzarlas al nivel que les corresponde. Además, lo anterior es compatible con la progresiva intensificación del comercio y la inversión europea y latinoamericana con China y Asia.

Ahora bien, lo que en realidad está en juego aquí es un proyecto político compartido que podría servir de ejemplo de apertura política, desarrollo y cohesión social al resto del mundo. Y en esa posible apuesta a largo plazo, España tiene la oportunidad, el próximo año, bajo su presidencia europea, de abordar las dos cumbres de la UE con América Latina y EE UU bajo una gran visión hemisférica.

Para ello, claro, haría falta una intensa labor diplomática en los diversos foros multilaterales donde España comparte destino con europeos y americanos del norte y del sur. Un primer paso sería despertar y dotar a la Secretaría General Iberoamericana de una mayor proyección en Bruselas, en la OEA y en otros foros donde está emergiendo un nuevo siglo americano.

Vicente Palacio es subdirector del Observatorio de Política Exterior Española (Opex) de la Fundación Alternativas.

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