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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Chapoteando en el lodo

Diego A. Manrique

Ya ha pasado el circo AC/DC, ya podemos respirar mejor. El grupo australiano posee una mefítica capacidad para multiplicar el número de falsarios, impostores, poseurs. Hablo de gentes cool que se apuntan para darse un baño de primitivismo, junto a los fans militantes. Y de personas de vida reglamentada que sienten la nostalgie de la boue y recuperan un incierto pasado heavy, que ahora se certifica con la compra de unas entradas caras y una camiseta que causará sensación en la próxima barbacoa de la urbanización.

Conviene recordar que el rock troglodita tiene gancho interclasista. A finales de los setenta, cuando se implantaban en España, aquello rompía los esquemas del departamento de ventas de Hispavox: despachaban más copias de AC/DC en el barrio de Salamanca que en Vallecas. No sirve como indicador sociológico pero revela que los bajos instintos son universales.

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La estética del rock mantiene una benigna tolerancia hacia ciertos grupos que cultivan el mínimo común denominador: su aliento cazurro ayuda a equilibrar la tendencia a la pretenciosidad. Sin embargo, el fenómeno AC/DC se ha congelado en una patología infantiloide, un chiste simplón que todo el mundo se siente obligado a celebrar. Su hard rock con vetas de blues tiene menos sabor que el de Z. Z. Top, menos locura que Ted Nugent y sus Amboy Dukes, pero su longevidad comercial parece residir en la petrificación, el ideal del encefalograma plano.

Los australianos en general se sintieron orgullosos del fenómeno AC/DC, aunque su entusiasmo se ha enfriado ante la sospecha de que ensalzan penosos tópicos nacionales. Más allá de las letras, consagradas a ardores de la entrepierna, la oferta escénica del grupo ha degenerado en una elemental función de variedades, con muñeca hinchable, cañonazos y pirotecnia. Como si en las antípodas el entretenimiento tuviera que ser tosco y alcohólico, combustible para mineros en desparrame de fin de semana.

Y mejor no indagar en la psicología del guitarrista Angus Young, que provoca orgasmos colectivos al comportarse, década tras década, como el alumno díscolo de un colegio exclusivo. Escuchar, contemplar las creaciones de Angus y Malcolm Young lleva a peligrosas generalizaciones sobre la decadencia generacional del rock: su hermano mayor, George Young, solo logró una mínima fracción de su éxito -con The Easybeats y Flash & the Pan- pero, hagan las cuentas, firmó una cantidad de canciones memorables infinitamente mayor. No estaba sometido a la Ley del Piñón Fijo.

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