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PREMIO RELATO BREVE EL PAÍS, ALFAGUARA Y EL CÍRCULO
Columna
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Los aburridos crímenes sin huella

EL PAÍS, la editorial Alfaguara y el Círculo de Bellas Artes convocaron en abril una nueva edición del Premio Relato Breve. Los participantes debían iniciar sus escritos con las primeras líneas de El Quijote. Ésta es la obra ganadora.

"En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor...".

-¿Y?

-Y nada más.

-¿Justo hasta ahí, hasta lo de galgo corredor?

-Sí, porque es lo que me da tiempo a rezar hasta que llego a la puerta. Echo la llave, bajo el cierre y cruzo la calle corriendo como si me persiguiera el diablo. Hasta que no doy la vuelta a la esquina no miro hacia atrás.

-¿Y?

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-Y no hay nadie, claro. Pero me tiembla el pulso. Ahora mismo, con sólo recordarlo, me pasa. Fíjate, aquí... toca, toca.

(La conversación tiene lugar la tarde del 15 de noviembre de 2008).

Alfredo Gámez regenta una librería y hace días que no duerme. Una cosa no tiene que ver con la otra, por más crisis de ventas, e-books y kindles que se avecinen. Aunque para ser exactos, lo suyo, la pesadilla de los últimos días, sí guarda relación con la literatura. No trabaja solo. Tiene un compañero, un becario que de lunes a viernes le ayuda hasta poco antes del cierre. Hace unas tardes, la campanilla de la puerta, un Shiva dorado, tintineó tres veces. Tres únicos clientes. Una señora en los cincuenta, con la manía de colocarse las gafas cada dos por tres, toqueteó varios libros y se fue sin comprar, no sin antes recriminar a Jorge y Alfredo por "esconder las novelas de Jane Eyre en la salita del fondo". Poco después entró un estudiante que bautizó a Heidegger como Heidelberg y que dijo buscar La presencia de la poesía en Hölderlin. Estaba descatalogado. Y Hölderlin y la esencia de la poesía, que es como realmente se titula el libro, también. Pasaron un par de horas hasta que la puerta se abrió de nuevo. Fuera llovía, jarreaba, así que Alfredo y Jorge pensaron que aquel cliente, en mangas de camisa pese a estar en noviembre, sólo buscaba refugio en la librería. Tenía pinta de alemán, de holandés, de nórdico, pero no salieron de dudas porque no habló. Se secó los zapatos en el felpudo, fue directo hasta El Rincón del Autor, giró a la izquierda y se plantó, como quien lo hace frente al Santo Sepulcro, en la sección de bolsillo. Repasó los lomos, sacó un papel del bolsillo, lo leyó; tomó un libro y se dirigió hacia la caja. Pagó a Jorge y se fue. Sin abrir la boca.

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La curiosidad no sólo mató al gato, también a Alfredo. Quiso saber qué libro había comprado el mudito.

-Los aburridos crímenes sin huella, de Malcolm Burroughs.

-¿Los aburridos crímenes sin qué?- preguntó.

Jorge repitió el título y Alfredo, perplejo, dijo no haberlo oído en su vida y que le extrañaba haberlo tenido en catálogo. Acertó. El ordenador no dio con Los aburridos crímenes sin huella y en su listado no figuraba ningún Malcolm Burroughs. Google no le sacó del apuro. Ni quitando una l al nombre, ni comiéndole la s final al apellido. Preguntó a Jorge si reparó en la portada, en alguna foto, en la editorial...

-Era gris y blanco, sin foto. Sólo llevaba el título y la faja.

-¿La faja?

-Sí, decía que Burroughs era algo así como un cruce entre Cervantes y Kerouac, con música de Sex Pistols. ¡Menuda troika!- soltó Jorge.

Era imposible que a Alfredo se le hubiera escapado algo así, a él, que lo primero que hace es leer las reseñas para saber a qué críticos debe retirar el saludo, al menos el placer de comprar sus libros. Lo de aquella tarde debería haber muerto allí, en la simple anécdota de un librero. Pero desde entonces, la tienda no ha vuelto a ser la misma. Tampoco Alfredo. Ni los libros. Paso a relatar, como si esto fuera un parte de lesiones, lo sucedido en la librería Ánfora del lunes 13 al jueves 16 de noviembre de 2008.

Lunes: Alfredo abre a las diez menos diez de la mañana. Pasa de largo por la sección de novedades y al llegar a la primera columna, pisa algo. Es una hoja, está seca. Hay más y como un reguero llevan hasta un libro caído y abierto boca abajo. Otra vuelta de tuerca, de Henry James. Entre sus páginas, como un guiño a la tenebrosa historia de mansión e institutriz, la foto de una antigua profesora de Alfredo, de cuando él tenía siete u ocho años, acompañada por un niño y una niña con caras de pánico. Gritan sin abrir la boca.

Martes: Alfredo llega antes de lo habitual, hacia las nueve y cuarto. Ordena una balda con las recomendaciones para la inminente Feria del Libro. No sucede nada hasta que a eso de las once, al abrir la caja para cobrar, ve sobre los billetes de veinte una tarjeta de visita. Dice: "El extraño cliente: Mr. Dupin". Como un resorte, vuela hacia la P, de Poe, y con el índice recorre el estante hasta Los asesinatos de la Rue Morgue.

Lo abre y queda estupefacto cuando en cada página, en la esquina superior derecha, luce una huella dactilar. Al acabar el relato, junto a la reseña litográfica, Alfredo lee, escrito a mano: "El detective Dupin sabía cómo resolver un asesinato a partir de una huella dactilar. ¿Será usted capaz?".

Miércoles: Alfredo está tan nervioso que equivoca la llave al intentar abrir. Ya dentro, sube las escaleras para encender la luz general y en el altillo, se escurre. Es agua. Un reguero conduce hasta la puerta del almacén. La abre y junto a la mesa, tres doradas se sacuden y saltan como si acabaran de ser pescadas. A un palmo de ellas, un libro. Está boca abajo, esperando ser descubierto. A Alfredo no le hace falta darle la vuelta para conocer su título: La sombra sobre Innsmouth, la historia en la que H. P. Lovecraft recrea un fantasmal pueblo de Nueva Inglaterra habitado por extraños seres mitad peces, mitad humanos.

Desde aquel miércoles nadie ha vuelto a ver a Alfredo Gámez. Durante todo el día trató de averiguar quién podía estar gastándole una broma así. Apenas comió, las tilas no bastaron. Jorge se prestó a quedarse hasta el cierre, pero Alfredo no aceptó:

-Se cansará, ya se cansará el gracioso -le dijo-. Tranquilo, vete a casa.

A las nueve, como cada noche, apagó la caja, cogió su mochila y buscó una lectura que recomendar al día siguiente a los clientes. Pero al llegar al estante, un enorme tomo ya descansaba bajo el epígrafe El libro del día. Era El Quijote. Lo abrió y enmudeció al ver que de su arranque habían desaparecido las primeras líneas, desde "En un lugar de la Mancha" hasta "galgo corredor". Lo cerró y lo dejó caer al suelo, como la pistola que uno se arrepiente de haber disparado. Apagó la luz, corrió escaleras abajo rezando para espantar sus fantasmas, cerró la puerta y echó el cierre metálico con la fuerza que sólo da el miedo. Ruido. Estruendo. Silencio. Respiró una, dos, tres veces. Más silencio. Entonces, el Shiva tintineó como si alguien acabara de entrar en la librería. Taquicardia. Alfredo luchaba con sus pulmones por recuperar el aliento. Aguzó el oído... no escuchó nada. Y por fin respiró. Pero justo entonces unos nudillos tocaron en el cierre metálico. Por dentro, desde la oscura y profunda librería. Toc, toc, toc...

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