_
_
_
_
_
PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Interiores sádicos

Intentaré reparar una injusticia histórica cometida por mí cuando, al poner a caldo a arquitectos megalómanos e inhumanos y a diseñadores de interior ultrapijos y quejados de horror al vacío, pasé por alto -u omití o ignoré- a un gremio no menos merecedor de una buena ración de denuestos. Seguro que muchos de ustedes me agradecen este desahogo, porque han sufrido sus paridas marmóreas. Me refiero a los diseñadores de cuartos de baño supermodernos para hoteles.

Les escribo envuelta en una toalla después de haber sido sometida a la -esta noche me toca dormir en otro sitio: veremos- penúltima de las pruebas acuáticas. Ha sido sencilla, después de todo. La bañera, de líneas limpias, ofrecía una agradable novedad: el grifo podía identificarse fácilmente, y eso daba gusto. Pero yo, como esa parte de la población consciente del ahorro de aguas, no me baño, me ducho. Y aquí empezó el problema. Porque el brazo de la ducha era como la mitad de largo del de una ducha normal, carecía de soporte en lo alto -se hallaba al nivel de mi ombligo: excelente para la masturbación, pero muy mal para la higiene total- y para llevar a cabo la operación he tenido que gatear en la bañera. Todo ello con mucho cuidado, pues al carecer de cortina -que rompería la estética- no podía desviar mi atención del curso de los chorrillos, so pena de tener que abandonar el baño nadando.

"¿Por qué tan pocos baños disponen de agarraderas para un caso de resbalón?"

Mientras deponía unas cuantas bushurrutas sentada en un inodoro tan bajito que en realidad parecía una esquimal dando a luz, reflexioné. Durante el último mes he rodado con mi libro por casi una quincena de plazas y he pernoctado en otros tantos hoteles: una noche, dos, tres… Dependía del programa. He sido muy feliz y he conocido a gente, lectores, organizadores, personas estupendas.

Pero las noches eran mías. Y ahí al lado, mientras yo luchaba en el lecho con mi insomnio habitual, el maldito cuarto de baño me estaba esperando. No ha resultado fácil, créanme, cuando se añora tanto la propia cama, hacerse a la idea de que, a modo de colofón de una noche de desvelo y de alegre inicio del día, tendría que enfrentarme a los diabólicos artilugios que mentes perversas han ideado para tortura de viajeros.

Entrar en una especie de cabina sueca, contemplar la alcachofa empotrada en el techo, darle a los grifos… y que empiecen a salir chorros por cuatro agujeros situados en las paredes laterales que hasta entonces habían pasado inadvertidos.

Introducirse en una ducha tubular y descubrir que carece de grifería. Volverse loca buscándola. Telefonear a recepción: "Ah, ¿no lo ha visto? Los grifos están fuera de la ducha. En el dormitorio", respondió el pollo, con naturalidad y un punto de desdén. Tener que graduar la temperatura del agua entrando y saliendo del tubo, con la piel escaldada, mojando el pavimento y resbalando.

Y llegamos al apartado toallas. En su afán por colocarlas a mano en unos estantes acerados y airosos, los diseñadores de baños no entienden que, como no calculen la distancia, las toallas se mojan antes de poder ser usadas. No olvidemos tampoco las agarraderas. ¿Por qué tan pocos baños disponen de agarraderas a las que acudir en caso de resbalón o, simplemente, por ese miedo al hostiazo que tenemos los mayores baqueteados por la cirugía para futbolistas?

Pero lo peor -si algo puede resultar peor que todo lo que les he contado- es, para nosotras, las mujeres, el poco o inverosímil espacio de que solemos disponer para colocar nuestros artilugios de cosmética, cremas e incluso potingues médicos. Unida al hecho de que los rebordes de las bañeras suelen ser también parcos para la distribución de champús, suavizantes e hidratantes, esa tacañería en superficies resulta del todo ofensiva. No importa que algunos genios del asunto hayan añadido cajoncillos y cajonzotes -mobiliario noble, naturalmente: ¿dónde han ido a parar los nítidos estantes de cristal?-, cuyo uso me parece tan incordiante como su ausencia. Una no quiere archivar sus cositas. Una quiere tenerlas a mano, verlas. De lo contrario, puede que te olvides de usarlas, o que pierdas, buscándolas, más tiempo del debido.

Y una última queja, ésta sobre los armarios. ¿Por qué cada día son más cortos de talla? ¿Por qué hay que luchar con las perchas antirrobos? ¿Por qué ahí, que es donde hacen falta, no hay suficientes cajones?

Prosaico artículo me ha salido. Es lo que le pasa a una por escribir en un hotel después de mal ducharse en el llamado Primer Mundo.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_