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Columna
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El euro ya no está solo

Xavier Vidal-Folch

El euro estaba solo. Era sólo una de las dos patas de la Unión Económica y Monetaria (UEM), la M. Una UEM coja, sin la otra pata, la económica. Y débil, sin el escudo geoestratégico de la Unión Política. A diferencia del dólar.

El Banco Central Europeo se ocupaba de la estabilidad monetaria, atento (casi únicamente) a la inflación. Sus tareas eran dos: manejar el tipo de interés y dar liquidez suficiente al sistema. En tiempos de vacas gordas, su único problema era acertar con las dosis.

En tiempos de vacas flacas, el dilema es más complejo, pues es entonces cuando los problemas de liquidez derivan hacia dramas de solvencia. Como en las empresas: se empieza con estrangulamientos puntuales de tesorería y se acaba suspendiendo todos los pagos: hay aún con qué responder de las deudas. El activo es superior al pasivo, pero no se dispone del numerario necesario. Y se culmina en la quiebra: cuando las deudas se han comido de sobra el activo. Éste es inferior al pasivo.

Una autoridad monetaria única requiere un gemelo para vigilar la banca

O sea, entre falta de liquidez y ausencia de solvencia puede no haber más que un suspiro. Ocurría y ocurre que el guardián del euro, el Banco Central Europeo, sólo entiende de liquidez. Y la solvencia de los bancos privados a los que alimenta la escudriñan los dispersos bancos centrales nacionales, usando cada uno distintos baremos. Una supervisión financiera de rompecabezas.

El estallido de la crisis bancaria en otoño demostró ante todos que estabilidad monetaria y supervisión financiera no podían seguir dándose la espalda: había que sumar la E a la M. ¿Cómo? Mitigando la dualidad múltiple entre BCE como gestor de la liquidez, y los distintos bancos centrales como gendarmes de la vigilancia financiera. Poniendo a éstos (y a los mercados de seguros y valores) bajo una única autoridad. Y sintonizar ambos polos, una dualidad simple y coordinada.

La UE registró un gran destello mundial cuando el plan Brown (inyección de dinero público a la banca privada en ruinas, pero con contrapartidas) recondujo el compás del primer plan Paulson, y fue luego referente del plan Obama. En ese instante, los 27 redescubrieron, todos, ultraliberales incluidos, los límites del mercado y la necesidad de regulación. EE UU encarnó la contundente rapidez de la reacción: el qué hacer ya. Las medidas. Europa se reconsagraba en laboratorio mundial del cómo hacer para que la reacción rápida no fuese contraproducente. Las reglas.

Creó así el Grupo de Alto Nivel De Larosière (por su presidente) para elaborar un dictamen sobre la supervisión financiera, pugnó en las reuniones del G-20 por estos principios, y ahora los concreta para sí misma. Es el mismo fructífero método usado con el Comité Delors para la moneda única, y en otras grandes ocasiones, el de los Grupos de Sabios encargados de elaborar libros blancos, sobre desafíos complejos, que luego se quintaesencian en políticas y diseños concretos. Esos que ¡ay! apenas se prodigan en España.

Almunia y McCreevy han alumbrado un sistema federal de supervisión. Sufrirá la eterna pendencia británica. Pero es indispensable para afrontar épocas de vacas flacas. Y para que la UEM empiece a caminar sobre dos patas. Faltarán piezas. A la larga, quizá un Tesoro Único y un impuesto unificado, seguro que un amplio presupuesto común. Pero el paso de ayer es ya de gigante.

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