Talego, talego, qué dolor
Reyes de espadas de siete muelles y de espadas automáticas, príncipes de la sirla y del tirón, ahora son invocados vuestros espíritus en la misa negra de la cultura. Del Fitipaldi, del Torete, del Vaquilla, del Candela, que en una playa de espuma parda, junto a la desembocadura del río más putrefacto de Europa, les enseñaban a los niños a hacer trompos con un coche robado; del que te dije, que se llevó a una vieja arrastrando por la acera hasta que soltó el bolso... Qué se hizo de esta aristocracia del baldeo, que no se abucharó cuando le seguían a toda leche los cerotes del cero noventa y uno; que hicieron puentes con dos cables para irse a las discotecas de Lloret de Mar, y fumarse por allí unos chirris a la salud del Pelos, talego, talego, qué dolor. Y del julay al que le vaciaron la tienda cuando dormía, ¿qué se hizo? Y del loro auto-reverse que birlaron para pillar una postura guapa, ¿qué se hizo? Han vuelto. Han venido de sus bloques del más allá para que les entrullen esta vez en el trullo de los museos. Nunca ha habido opción, ni igualdad de oportunidades, qué claro lo visteis, colegas, y una vida que se acaba en las galerías del maco sólo puede volver por otras galerías, aunque sean de arte.
La exposición de los quinquis, sus pelis, sus noticias, sus calles, en el CCCB, le devuelve a Barcelona a través de sus víctimas un paisajismo amargo. Los años de plomo fueron en los barrios años de barro y de chatas en el maletero. El mangui, con sus medallones de sangre, es el soldado desconocido de la guerra de clases. Al mangui le hacen una película con su nombre, pero la protagoniza otro porque él está cumpliendo en la trena. Al mangui la fama no le llega por mérito, sino porque ha sabido mangarla. Al mangui la fama le cuesta la vida. La Mina, San Roque, San Cosme, el Turó de la Peira, Ciudad Meridiana, el pozo rojo donde beben los perros callejeros con hambre canina. La Barcelona montada en caballo que lleva sobre los hombros a la Barcelona montada en el dólar. Chupas vaqueras fardonas, gorras de pana, el premio es quilar en un 1430. Calles donde se encuentra antes una jeringuilla que un libro. Chavales apretujados con sus hermanos delante de la tele, que al día siguiente hacen campana para calcar las aventuras de Curro Jiménez. Niños que le piden las pelas al primero que pasa y le dicen que tienen un primo en la cárcel. Chorizos molidos a hostias en las comisarías.
Pero al fin el quinqui es sagrado. Los descampados, el miedo, la noche, el pasado, se sacralizan en los quinquis. El quinqui ha conseguido meter su biografía en un puñado de películas, como los poetas que mueren jóvenes dejan la suya en un puñado de versos. Y ahora sus películas las pasan, o las comentan, o las estudian en los centros de cultura contemporánea, pero donde habría que pasar esas películas es sobre la tumba de Porcioles.
Javier Pérez Andújar es escritor, autor de Los príncipes valientes.
Babelia
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