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Columna
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David y Goliat, diplomáticos

Lluís Bassets

El silencio no puede ser más espeso. Llegó el día señalado, se produjo el largo encuentro, todos pudieron reconocer los signos esperados de un desacuerdo sideral, adornado por el ritual de gestos y palabras amables. Pero poco ha trascendido de lo que hablaron los dos hombres durante las cuatro horas en que estuvieron reunidos y sobre todo en la hora y media larga en que conversaron a solas. No es osado pensar que en esta parte de la reunión se pronunciaron palabras graves y se transmitieron informaciones reservadas. De momento, no han trascendido y con los indicios recogidos en la breve conferencia de prensa, la interpretación de su lenguaje corporal (al parecer, más distante y tenso de lo habitual, y tanto más importante cuanto menor es la información) y el reguero de declaraciones posteriores se ha podido trenzar el fraseo de los desacuerdos.

Netanyahu no va de farol con sus amenazas a Irán, pero tampoco Obama con sus exigencias a Israel

Obama exige a Netanyahu que congele los asentamientos de colonos judíos en Jerusalén y Cisjordania y se comprometa en la creación del Estado palestino. A Netanyahu sólo le interesa de Obama que abrevie lo más posible su negociación con Teherán, para proceder, cuando fracase, a realizar un ataque a las instalaciones nucleares iraníes. Si Netanyahu piensa que Irán es la única y auténtica amenaza existencial para su país, Obama considera que lo que amenaza el futuro de Israel, su auténtica amenaza existencial, es la imposibilidad de hacer la paz con todos sus vecinos y con los palestinos. Ambos vinculan directamente la paz entre palestinos e israelíes y el problema que significa un Irán con el arma nuclear; pero la discrepancia, radical, es la dirección de este vínculo: con la paz, piensa Obama, será más fácil aislar y convencer a Irán; atacando a Irán, dice Netanyahu, será más fácil la paz con los palestinos. Lo primero es difícil y puede ser un espejismo fruto del voluntarismo de Obama, que se ha metido en el avispero de Oriente Próximo sólo cruzar la barrera de los cien días. Pero lo segundo es totalmente improbable: un ataque contra las instalaciones nucleares iraníes no tan sólo no serviría para sentar en la mesa a los vecinos árabes y a los palestinos, sino que incendiaría la región entera y tensaría las relaciones entre todo el mundo musulmán y Estados Unidos. Obama podría dar por terminada su presidencia.

Netanyahu no va de farol. El ataque a Irán sería una forma de restaurar el sistema de disuasión que Israel ha arruinado en sus dos últimas guerras (Líbano y Gaza) y, sobre todo, compraría tiempo. Aunque sólo aplazaría la carrera nuclear de Irán, permitiría a Israel seguir actuando a sus anchas sin que sus enemigos próximos contaran con la cobertura de un paraguas nuclear islámico. Con un objetivo: diferir los compromisos de paz y persistir en la política de colonización hasta cuartear el territorio palestino de forma tan irreversible que dejara de tener sentido la creación de un Estado.

Pero Obama tampoco va de farol. El giro que ha significado su llegada a la Casa Blanca no había tenido todavía una escenificación tan nítida respecto a Oriente Próximo. El despliegue de la agenda diplomática de mayo ha permitido observar hasta qué punto han cambiado las cosas. Washington ha regresado a una posición equilibrada entre las dos partes, después del apoyo incondicional de Bush a Israel, tal como se deduce de las advertencias del presidente sobre los incumplimientos de los compromisos por parte de todos: no son los palestinos los únicos culpables. En contraste con un Bush que inauguró el diálogo de Annapolis pero se quedó mirando los toros desde la barrera, Obama ha decidido arremangarse y comprometerse. También han cambiado las cosas dentro de la Casa Blanca, donde con Bush y Condoleezza Rice, su secretaria de Estado, había compromisos y visiones distintas sobre el conflicto, lo que permitía al primer ministro israelí obtener del presidente la desautorización de las propuestas que no le gustaban; con Obama, la Casa Blanca es un ejército diplomático disciplinado, sin filtraciones ni voces discordantes. Nadie piensa ya en procesos largos y en incrementalismos: se trata de poner un plan de paz sobre la mesa, que contemple a todos los actores de la región, y consiga rápidamente un cambio radical del mapa político ahora enquistado. La opinión norteamericana también está virando: los grupos de presión israelíes conservadores pierden fuelle en Washington, a favor de otros lobbies más progresistas y favorables al acuerdo con los palestinos. Por no hablar de cómo están las cosas en Europa, donde el ministro de Exteriores israelí, Avigdor Lieberman, debe buscar en su primer viaje un itinerario que evite los desaires.

David y Goliat son dos prototipos volátiles. Lo saben los israelíes: empezaron como el primero y se convirtieron en seguida en el segundo. En el plano militar, sin duda alguna; pero también en el diplomático. Ahora deberán cuidar que no vuelvan a girar las tornas.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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