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Columna
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Bicentenarios y autocrítica

España es la octava economía del mundo, tras Estados Unidos, Japón, China, Alemania, Reino Unido, Francia e Italia; si atendemos al poder de compra retrocede al 11º lugar, superada por India, Rusia y Brasil; con 24.000 euros, en la renta per cápita desciende al 25º; pero es el sexto inversor mundial, segundo en América Latina; en el índice de calidad de vida (Human Development Index) está el 13 ó 14; y el castellano, con 400 millones de hablantes, sólo cede paso al inglés en el mundo occidental. Pero si eliminamos a Estados como Luxemburgo, Irlanda o Noruega, de escueta demografía, en casi todas las clasificaciones España avanza varios lugares hasta alcanzar un 10º global. Como la define un informe del Real Instituto Elcano, es una potencia media de ámbito regional, pero proyección planetaria.

España ha de saber reconocer los horrores de la conquista; no el genocidio que trompetea Chávez

Desde la víspera de Rocroi en 1643, España no había tenido tanto peso en el mundo, y se impone hoy la imperiosa necesidad de decidir qué quiere ser en el futuro; con lo que tienen mucho que ver los bicentenarios y la evolución psico-política de Latinoamérica.

La semana pasada arrancaron los fastos con los que España conmemorará en 2010-11, junto con América Latina, los 200 años de independencia. Con sabia cautela Miguel Ángel Moratinos subraya que sólo se pretende acompañar a las naciones, hermanas, primas o sobrinas, sin buscar protagonismo alguno. Hay que estar, como dicen de los niños en Inglaterra, para ser vista pero no oída. Hay muchas otras cosas, sin embargo, de las que preocuparse. Y España no está en absoluto preparada para el cambio de paradigma en América Latina, de lo que, paradójicamente, la democracia es algo responsable. Los estudios latinoamericanos, que en el bachillerato de la dictadura eran tan escasos como ignominiosos, con la democracia han dejado de ser ignominiosos, pero sólo porque han desaparecido, en especial en la España periférica, la que no perteneció o no se siente vinculada a la Corona de Castilla. La preparación para los bicentenarios debía comenzar en la primaria.

La España democrática no ha sabido segregar una visión de sí misma distinta de la del nacional-catolicismo, mientras que las nacionalidades no han parado de hacerlo. La historia de España de los textos de bachillerato ha sido expurgada, han desaparecido bastantes cruces evangelizadoras y denuestos contra los herejes, pero en su lugar apenas hay nada: el silencio como mitología. Así, se ha dejado el campo libre, no ya al revisionismo genérico -Henry Kamen- sino a críticas meritorias, pero que merecían un contrapunto como Las venas abiertas de América Latina del uruguayo Eduardo Galeano, hoy libro de cabecera del presidente Chávez, o el mucho más notable -y devastador- La patria del criollo, del guatemalteco, hijo de españoles, Severo Martínez Peláez. La España democrática debería superar lo de "luz de Trento y espada de Roma" del insigne polígrafo santanderino, para darle tegumento intelectual al Estado de las Autonomías.

América Latina llega a sus bicentenarios en similar pole position, interrogándose sobre sí misma. El predominio en el imaginario latinoamericano del estereotipo criollo -blanco aunque atezado, edad madura, clase media o medio-alta, bautizado, al menos con el bachillerato, y matrimonio fuera de la negritud o la indianidad- sufre el asalto del estereotipo indígena en Bolivia, y del enigmático "socialismo del siglo XXI" en Venezuela, ambos de vocación proselitista. En unos años es verosímil que el mundo iberoamericano sea irreconocible, y España ha de trabajar para que esa nueva Latinoamérica le quepa en la cabeza.

La palabra clave es autocrítica. España ha de saber reconocer los horrores de la conquista; no el genocidio que trompetea Chávez, porque no hubo plan de exterminio, y el siglo XVI no es el XXI, pero la evangelización y la rapiña de riquezas a sangre y fuego son episodios cuya extrema crueldad no fue fruto del azar. Algún tipo de expiación que no se incline, sin embargo, ante todo lo latinoamericano, puesto que en esa funesta faena participó tanto o más el criollo que el peninsular, sino ante la trata y esclavitud, o ante la negación del indígena en un mundo que ni siquiera tuvo contrarreforma. Hay, sin duda, sólidos argumentos a favor y en contra de humildad tan franciscana, pero desaprovechar la oportunidad de poner a cero el contador con una América Latina en la que los antiguos señores dejen de serlo, sería más que inmoralidad, error. España debe ser solo comparsa en el culto a Bolívar, pero la autocrítica le sentaría bien a la Alianza de Civilizaciones.

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