Mujeres de fuego
Gritan fuego cada vez que comienzan a hablar. Saludan con la palabra Motto!, que en su idioma, chichewa, quiere decir fuego. Y es una expresión de ánimo, lucha y valentía. Gritan Motto! y luego cuentan sus vidas. Relatos estremecedores; reincidentes en la desgracia. Son casi 200 mujeres que nos esperan en el distrito de Salima, en Malaui; que nos reciben bailando y entonando "Talandiré, talandiré. Alendo Athu. Talandiré", una canción de bienvenida a los visitantes. Gritan ¡fuego! para dejar claro que aún les queda mucha energía y nos hacen partícipes de sus vidas desoladas, de colores mucho más apagados que las prendas de revitalizadores estampados que visten.
Relatos tristísimos como el de Agnes Batumeyo, de 42 años.
Rita patriak no fue a la escuela hasta los nueve años. nadie me dijo lo importante que era. había tanto que hacer en casa
Son vidas salvadas a mitad del precipicio, rescatadas en esa caída libre hacia el vacío gracias a las asociaciones locales
Con un microcrédito, estere theka pudo comprar cinco cabras para dar de comer a sus ocho hijos. Ahora soy feliz
Se levantan por la mañana y poco tienen que hacer. ni pueden trabajar un pedazo de tierra. caminan a por agua y leña
Se casó muy joven con un hombre con el que tuvo siete hijos. La abandonó. Tras unos años de soledad, volvió a pasar por el matrimonio. Y un día descubrió a su segundo marido violando a una de sus hijas menores. Acudió a la policía. No le hicieron caso. El hombre huyó. Y su hija, Benedetta, tuvo una niña de su padrastro. Están ahí delante, las tres generaciones de mujeres, contándolo a los europeos que han ido a visitarlas hasta un escondido rincón de África. Agnes habla alto, segura; parece que ya está curada de tanto espanto y dolor. Porque finalmente ha conseguido darle la vuelta a su desdicha y construir un relato de orgullo y lucha. Porque cuenta que, después de la policía, acudió a la asociación Saweg, creada en 2005 y enfocada a defender los derechos de las mujeres. "Gracias a ellas, he salido adelante. Mi hija volvió a la escuela y ya va a pasar a secundaria". Y dice ese "ya va a pasar a secundaria" como una venganza dirigida al hombre que trató de hundirlas.
Estamos en Malaui, el decimotercer país más pobre del mundo. Un país de 13 millones de habitantes, con una media de casi seis hijos por madre, con una renta per cápita que no llega ni a la centésima parte de la española y una esperanza media de vida de 47 años. Un país del que la mayoría en Europa sólo ha oído hablar por la cantante Madonna; allí adoptó un niño y allí volvió recientemente para intentar darle una hermanita.
Viajamos con la ONG internacional Action Aid (Ayuda en Acción en España, 175.000 socios) para empaparnos de lo que ellos llaman "la feminización de la pobreza"... (Aquí rápidamente sufriría el periodista un correctivo, ¡tan al comienzo del reportaje!; le han pedido que cuide el machismo del lenguaje y de muchas expresiones. Dicen que uno empieza olvidándolas en la gramática... Y así se van construyendo las desigualdades... Dicen. Marcha atrás. Reescritura).
Viajamos con Action Aid para empaparnos de lo que ellos y ellas llaman "la feminización de la pobreza"; cómo la falta de recursos impacta aún de forma más cruel en las mujeres, porque en países como éste, lleno aún de prejuicios tribales, de poligamia y de atrasos de todo tipo, a menudo ellas no son consideradas seres humanos, sino propiedades del hombre. Y, así, además del maltrato de la pobreza, la mayoría de las veces ellas no tienen ni siquiera derecho a elegir marido, a divorciarse, a ir a la escuela, a decidir a qué edad casarse y cuántos hijos tener... Por eso, la cooperación se vertebra cada vez más, sobre todo desde la Plataforma de Beijing (resultado de la Cumbre de la Mujer celebrada por Naciones Unidas en 1995), en torno al género, a lograr la igualdad de derechos y oportunidades para mujeres y hombres. Y por eso cada vez tienen más claro que el futuro de los países en desarrollo pasa por ellas. Que el futuro de África ha de contar con ellas.
En la comunidad de Lifidzi, bajo un algarrobo enorme de generosa sombra, Estere Theka, de 38 años, cuenta que es divorciada: "Mi marido me abandonó". ¿Por qué? "Dejé de interesarle. Se marchó con otra más joven". La dejó sola con ocho hijos. "Tenía grandes problemas para conseguir lo básico para mis hijos". Gracias a otro grupo de mujeres, cuyo nombre traducido quiere decir ¡Caminemos juntas!, obtuvo un microcrédito con el que pudo comprar cinco cabras para aportar lo necesario a la prole. Termina su pequeño gran discurso con una enorme sonrisa: "Ahora soy una mujer feliz. Y eso no habría ocurrido si no perteneciera a este grupo". Con préstamos que oscilan entre 1.000 y 10.000 kuachas (la moneda del país), entre 5 y 50 euros, pueden darle la vuelta a su espiral de hambre.
Es lo que están intentando todas estas coaliciones de mujeres que durante una semana visitamos en el sur de Malaui, un tejido social que cuenta con el apoyo de Action Aid: darle la vuelta a la historia, romper las espirales de injusticias, poner patas arriba los prejuicios, inercias y costumbres; porque por ese camino, como cuenta Marta Macías, delegada de Ayuda en Acción en Barcelona, se van a conseguir resultados más profundos y a largo plazo que construyendo pozos, escuelas y orfanatos. "Que sí, también son necesarios, para aliviar situaciones de extrema angustia y gravedad; pero últimamente la cooperación al desarrollo va más dirigida a atacar las raíces de los problemas. A corto plazo, los resultados son más intangibles, más difíciles de fotografiar que un hospital o una escuela, no puedes hacer tan fácilmente la foto; pero a la larga, con ese reforzamiento de su propio tejido social, de su sociedad civil, lo que se intenta es que ellos y ellas sean los protagonistas de su propio cambio. Eso aporta mayor estabilidad y mayor independencia de nosotros". Le da vueltas para subrayar la idea de una y otra forma, y al final concluye: "Es una cooperación transformadora, que transforma mucho más que la construcción de un pozo o una escuela. Al menos, lo intentamos". Ellos y ellas.
La foto no es tan difícil. Se capta en una mirada de confianza, de volver a creer en el futuro. La foto está en niñas como Rita Patriak, de 13 años, que comenzó a ir a la escuela hace sólo cuatro. "Mi madre murió cuando era muy joven, mi padre nos abandonó. Somos tres hermanos. Dos chicos mayores y yo". "Yo vivo con mi abuela; ellos, con otro familiar". "Nunca nadie me animó a ir a la escuela, nadie me explicó lo importante que era. Hay tantas cosas que hacer en casa... Ir a por agua, ir a por leña, lavar, cocinar". Ahora, gracias a otra pequeña asociación del distrito de Mwanza, que entre sus principales objetivos figura evitar que las niñas no se escolaricen por atender las necesidades familiares, Rita estudia e incluso sueña: "De mayor quiero ser doctora, porque me gusta cuidar de los demás".
La convocatoria se repite varias veces: adolescentes con uniforme escolar que explican a los visitantes que ellas habían abandonado las clases para ser más útiles en casa, pero que, gracias a grupos de apoyo entre mujeres, de madres y de jóvenes, recuperaron el ritmo, volvieron a la escuela y, así, están consiguiendo romper el esquema diseñado para ellas: un marido buscado por los padres, mucho mayor que ellas; casarse con 16, empezar inmediatamente a parir y desplegar ya toda una vida de subsistencia sin saber leer ni escribir, y con muy pocas opciones para cambiar. Lo están rompiendo; están consiguiendo escapar de ese futuro de sumisión que les habían preparado. Ya lo ha dicho la tanzana Gertrude Mongella, presidenta del Parlamento Panafricano: "El desarrollo de África pasa por la estructuración y el crecimiento del poder económico de sus mujeres". Tienen el futuro de África en sus manos. Y ya cuentan con iconos: Ellen Johnson-Sirleaf, presidenta de Liberia, primera mujer al frente de un país africano; Luisa Dias Diogo, primera ministra de la República de Mozambique; Wangari Maathai, que ha llegado a ser ministra de Medio Ambiente de Kenia y premio Nobel de la Paz en 2004, y las ocho ministras del Gobierno de Cabo Verde.
A uno le gustaría un reportaje esencialmente descriptivo, un relato de frases directas y sustantivos, pero a medida que recorre este pequeño país (menos de la cuarta parte que España), independiente desde 1964, en democracia desde 1994, tan verde (acaba de terminar la estación de lluvias), un país de esencias, en el que apenas hay nada superfluo, tan limpio (porque sus habitantes poseen tan poco que ni siquiera tienen nada que tirar), tan pacífico y sonriente, nota que necesita adjetivos y paréntesis explicativos. Imposible quedarse en los sustantivos para hablar de chicas como la valiente Enelesi, de 12 años.
Sus padres, de Mozambique, la enviaron (¿se puede decir la vendieron?) a un hombre de Malaui a cambio de 1.000 kuachas (cinco euros) al mes. Tenía sólo nueve años. El hombre quería a Enelesi para que cuidara de sus dos hijos pequeños, pero cuando llevaba un tiempo en su casa, trajinando de sol a sol, su hijo mayor comenzó a abusar de ella. Enelesi aguantó tres años, pero la situación degeneraba cada vez más y decidió escaparse. Una vez más, huir. Acabó siendo una de las niñas de la calle de un suburbio de Lilongwe, la capital de Malaui, 600.000 habitantes. Pero tuvo suerte, pasó pocos días de acá para allá, y pudo escapar del futuro que suele aguardar a estas niñas: prostituirse, entregarse al primero que pasa, y si es sin condón, mejor, pagan más. La recogieron los agentes sociales que trabajan para el Proyecto Chisomo, que incluye un club de niños que da atención a aquellos que pertenecen a familias desestructuradas e incluso, en los casos más graves, les sirve de residencia temporal. Enelesi lleva en este centro cuatro semanas. Y ha logrado recuperar cierta alegría y autoestima; la suficiente como para poder verbalizar todo lo que le ha pasado y desear firmemente estudiar.
Recorremos los distritos del sur de Malaui, entre bellísimas plantaciones de té, montañas de pendientes repentinas, pequeños campos de maíz, luminosos cielos con nubes esponjosas y horizontes enmarcados por baobabs, acacias, bambúes y jacarandas de exultantes flores. Casi da reparo describir tanta belleza entre necesidades tan acuciantes. Pero... Pero algo llama la atención en este paisaje tan elemental, sin apenas carreteras, sin tendidos eléctricos ni polígonos industriales... Algo que chirría. Siendo un país eminentemente rural, en el que el 80% de la población está adscrita (¿se puede decir vive?, sobrevive) al sector primario, agricultura y ganadería, en una semana no vemos ni tractores ni animales de carga o tiro; sólo unas pocas decenas de vacas, unos pocos centenares de cabras, algún cerdo aislado... Ni siquiera eso tienen.
Por eso las visitas a un grifo en el centro de una comunidad levantan un revuelo especial; reverenciamos el grifo como a un monumento, lo rodeamos y fotografiamos, lo homenajeamos como si de un tótem se tratara; ese grifo permite a muchas mujeres ahorrarse hasta tres horas diarias de caminatas para conseguir un balde de agua, y además, ese grifo trae agua limpia que reduce eficazmente las muertes de niños por cólera y diarreas. Y por eso son tan importantes las visitas a los pequeños logros de la economía local comunitaria (un esquema similar al de las cooperativas): una granja con tres vacas, un campo de maíz de una hectárea, un estanque de 300 metros cuadrados donde crían peces; pequeños grandes logros gestionados por las comunidades y que permiten cubrir esos agujeros de tan vital importancia que de ellos depende que unos niños sobrevivan o no; que una familia salga adelante o se quede por el camino.
Marie Phiri, de 30 años, cuenta que su marido murió y la dejó con cinco hijos; que para sobrevivir debía hacer largos desplazamientos para fabricar carbón vegetal y venderlo, y así ir tirando; que dejaba mucho tiempo solos a los niños...
Perdón. Marcha atrás... Que Marie Phiri tenía que hacer largos desplazamientos y dejaba mucho tiempo sin cuidados a sus hijos e hijas; que ella perdió el control de la situación y dos niños y una niña terminaron prácticamente viviendo en la calle. Gracias al Proyecto Chisomo, ahora están recogidos por el día, reciben educación y atención, mientras Marie Phiri puede seguir haciendo esas largas caminatas para obtener carbón vegetal, su sustento.
Vamos de comunidad en comunidad, recogiendo testimonios de vidas al límite, salvadas a mitad del precipicio, rescatadas en esa caída libre hacia el vacío gracias a las pequeñas asociaciones locales que reciben el apoyo económico y capacitación de Action Aid. Tres y cuatro horas en todoterreno por caminos de tierra rojiza hasta llegar a aldeas escondidas entre la vegetación y la miseria. Al llegar, siempre un grupo de mujeres esperando en una escuelita o bajo un enorme algarrobo, cantando al visitante "Talandiré, talandiré!". Aún tienen que pedir permiso a los hombre líderes de la comunidad, pero están orgullosas de mostrar el camino recorrido en dirección contraria a la espiral de la pobreza y las injusticias. Con mucho esfuerzo, con mucha incomprensión por parte de ellos (aquí sí está bien usado el género; sólo por parte de ellos, de los hombres, que a menudo quieren afianzar sus privilegios hasta la eternidad), pero con mucho optimismo también.
En Phalombe, Rose Sompho, de 34 años, enseña su pequeño jardín de plantas medicinales, gestionado por un grupo de seropositivas, que les ayudan a tratar dolencias asociadas al VIH (pandemia que afecta a algo más del 14% de la población adulta malauí). Las casas de adobe y techumbre de paja apenas se ven, envueltas entre la vegetación, entre enormes eucaliptos y bambúes. Entramos en algunas de ellas; nada hay que ver. La misma desnudez de las paredes de tierra por fuera y por dentro; una estera para tumbarse y dormir hechos un montón, ellos y ellas; un pequeño fuego en una esquina para preparar la pasta de maíz y soja que constituye su alimento básico, más algo de carne de pollo en días especiales. Allí donde vamos, nos reciben las mujeres cantando y danzando, y decenas de niños malvestidos y descalzos correteando, riendo y gritando, la mayoría sin escolarizar; porque en Malaui la tasa de analfabetismo ronda aún el 40%. Aun así, a pesar de este desolador retrato, uno mira a este bello país con cierta confianza; por varios motivos: porque se respira tranquilidad (y ya se sabe que la pobreza, con violencia, como sucede en el Congo, es aún más devastadora); porque la convivencia pacífica entre religiones (hay un 70% de cristianos y un 20% de musulmanes) podría ser una pauta para muchas otras latitudes; porque aunque la muerte de niños menores de cinco años es aún dramática, se ha reducido a la mitad en los últimos 15 años; y porque desde el Gobierno de Bingu wa Mutharika (ganador de unas criticadas votaciones en 2004; la próxima semana vuelve a concurrir a unas elecciones presidenciales) se montan campañas que arrojan cierto optimismo, como la que promueve la edad de casarse para ellas hasta pasados los 20 años.
mujeres fuertes como Edith Kachulu, de 46 años, seropositiva, fundadora y coordinadora de Mwaso, una organización de enfermos de VIH, con el 75% de mujeres. "Fue a raíz de la muerte de sida de mi marido, en 2003, cuando decidí hacer algo. Creamos esta asociación para prestarnos apoyo; lo primero, para compartir nuestros problemas, para hacer una puesta en común de nuestras necesidades, y luego, para buscar soluciones". Tiene cinco hijos; el sexto murió hace poco de sida.
Y como Florence Katola, de 37 años, del distrito de Machinga. Cuenta cómo surgió la idea de crear una guardería en su comunidad, Kanaunami, que atiende dos horas por las mañanas a los niños más desprotegidos...
Marcha atrás, de nuevo. Y se está acabando ya el reportaje...Difícil empeño.
Florence cuenta que esta guardería surgió para atender a los niños y niñas que sufren mayor desprotección. Todo un ejemplo de trabajo en comunidad, y de conciencia social. Habla ella: "Este centro fue el resultado de un debate y un acuerdo entre las mujeres de la comunidad sobre cuáles eran nuestras necesidades. Y vimos que ésta era una de las más urgentes: un centro donde recoger a los niños y niñas para que podamos ir un tiempo por las mañanas a trabajar el huerto. Recibimos el apoyo de Action Aid para echar a andar, para crear este centro y para proporcionar a los niños y niñas su ración diaria de papilla de brotes de soja y maíz, un alimento muy nutritivo. Luego, cada familia hace una pequeña aportación anual para el mantenimiento, para poder retechar cada octubre el centro".
En otra de esas comunidades que no se ven hasta que no estás encima -o dentro de ellas-, Mary Balalika, de 38 años, enferma de sida, viuda (su marido murió por esta pandemia en 2007), con tres hijos (el pequeño, de dos años, seropositivo también), recibe la visita de Ivy, su agente de salud, su cuidadora de la coalición de mujeres de Phalombe. Viven los cuatro en una casita de adobe y paja de seis metros cuadrados. Vamos a visitarles y nos explican la rueda de su vida. Se levantan por la mañana y poco tienen que hacer, ni siquiera pueden trabajar un pedazo de tierra, caminan a por agua y a por leña, muelen la pasta de maíz, y ven cómo cae la noche y cómo al día siguiente vuelve a salir el sol, en una sucesión monótona de jornadas, sin perspectiva de que nada vaya a cambiar.
Pero todas estas mujeres que visitamos están intentando darle la vuelta a la historia y al destino. Tejen redes para, juntas, salir del pozo y darse fuerza. ¡Fuego!
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