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Columna
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El 'peaje' del Índico

Unos delincuentes a los que el mundo llama piratas, pero que se consideran trabajadores autónomos o empresarios del mar, llevan unos años hostigando la navegación comercial en aguas del océano Índico, frente a las costas de Somalia y la entrada del mar Rojo. Numerosas naciones occidentales y algunas asiáticas han sufrido el secuestro de naves, así como la retención de tripulaciones, que sólo son liberadas tras el pago de un rescate, de ordinario cuantioso. España decidió el lunes, no sin discrepancias de sainete entre jueces, fiscales y el Ejecutivo, entregar a 14 de esos maleantes a las autoridades de Kenia.

A quien más se parecen estos nuevos corsarios no es a los piratas de pata de palo y parche en el ojo, sino a los gueux -los pordioseros del mar- que en los siglos XVI y XVII infestaban el mar del Norte en la proximidad de las costas de los Países Bajos, y se cebaban en las embarcaciones de la monarquía española que acarreaban suministros, soldados y especies para combatir la rebelión calvinista. Esos marinos de fortuna operaban desde bases en lo que hoy son Bélgica y Holanda, con armadores, financieros, tripulantes, y hasta contactos diplomáticos para negociar el paso franco de naves contra el correspondiente peaje. Y mucho debieron tener que ver con el nacimiento de expresiones como poner una pica en Flandes, que aludía al éxito que suponía armar y situar a un piquero de los tercios para combatir en la Guerra de los 80 años contra Holanda.

En el Tercer Mundo crece el sentimiento de que Occidente ha de compensar a los pueblos que colonizó

El razonamiento de los facinerosos del mar es, desde su punto de vista, impecable. Si las marinas, sobre todo occidentales, quieren transitar o trabajar en aquellas aguas, han de pagar peaje a los naturales, igual que si Somalia existiera como Estado y no fuera un pandemónium de banderías y ejércitos privados querría imponer un canon por faenar en sus costas. Y en ese vacío de poder prosperan los autónomos de la delincuencia marítima. Los aduaneros auto-titulados trabajan, sin embargo, con estrictos códigos de conducta y tecnología punta. Tienen una red de informadores exteriores, como embajadas-espía, centradas en Londres, que les advierte de fechas y rutas de los más sustanciosos cargamentos; no causan daño a los tripulantes de las naves que decomisan; alojan y dan buen trato a los secuestrados; y cuando pagan el rescate, los navíos reciben la seguridad de que no volverán a ser molestados, porque ya han abonado el premium por surcar aquellas aguas. Eso explica por qué varios países europeos han optado por poner en libertad, una vez desarmados, a los secuestradores que habían apresado, quizá, esperando que la lección fuera suficiente y no volvieran a las andadas. Aunque la frecuencia con que se han producido estos ataques en los dos últimos años ha obligado a una docena de países a destacar efectivos para tratar de ahuyentar o interceptar a los neo-piratas, se comprende aquella prudencia porque el derramamiento de sangre e incluso la condena a prisión de los secuestradores en países occidentales podrían desencadenar una verdadera guerra en la que las tripulaciones de pesqueros, petroleros y mercantes no fueran tratadas con el mismo y calculado comedimiento.

La solución intermedia adoptada por algunos países de la UE, entre ellos España, de firmar un acuerdo para que los asaltantes sean entregados a Kenia, país que limita al sur con esas aguas, ha de ser entendido, sin embargo, como otro peaje. El país africano no tiende la mano por simple solidaridad, sino que aspira a ganar algo por sacarle las castañas del fuego al mundo desarrollado; y todo ello, sin contar conque no hay garantías de que los asaltantes sean juzgados, como en Europa, por las autoridades de Nairobi.

En el Tercer Mundo, especialmente africano y asiático, crece el sentimiento de que Occidente ha de compensar a los pueblos que colonizó y de cuyas tierras extrajo grandes riquezas. No muy lejos de ese criterio se halla el pensamiento indigenista en América Latina, con el caso paradigmático del presidente boliviano Evo Morales, que afirma que España tiene una deuda histórica, incluso computable, con su país; y tampoco es diferente la falsificación masiva de marcas occidentales en China y otros países del Extremo Oriente, que pretende justificarse por la creencia de que colonialismos pasados dan hoy derecho a todo.

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El presidente Obama sabe cuando menos con quién quiere negociar; pero, ése no es el caso de Europa ante el problema que le crean estos trabajadores autónomos del océano Índico.

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