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El legado de la era Bush
Columna
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El cabo de los tormentos

Lluís Bassets

Obama está a punto de doblar este cabo de las tormentas que son los cien días de su presidencia. A una semana vista de tal hito el océano ya empieza a mostrarse todo lo embravecido que exige la leyenda. Y no es por la economía, a pesar de su estado lamentable, ni por el agitado mapamundi donde se despliega la nueva política norteamericana. Es por las torturas, la ignominia que más ha ensuciado la presidencia de George W. Bush y ha hipotecado la imagen de su país en el mundo. El presidente zanjó enseguida con toda claridad: aquí no se tortura. En el segundo día de su mandato suspendió todos los dictámenes legales que lo permitían. Esta pasada semana ha autorizado el levantamiento del secreto sobre varios documentos de la oficina legal de Bush que cubrían y autorizaban tales prácticas. Y esta semana ha dado a entender que será necesaria una investigación a fondo y no se pueden descartar acciones judiciales contra los juristas que fabricaron estos argumentos leguleyos para practicarlas.

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Estos últimos movimientos se han visto acompañados de no pocas contradicciones y desmentidos entre los propios colaboradores del presidente: Obama era partidario al principio de mirar hacia delante y evitar los ajustes de cuentas judiciales con la anterior Administración, pero no todos son de la misma opinión, sobre todo en las filas demócratas. Y en el otro campo, la publicación de los documentos secretos y la eventualidad de una investigación judicial que termine procesando a los abogados que fabricaron las excusas jurídicas para las prácticas ilegales está actuando como cemento aglutinador: nada produce más cohesión que el miedo, en este caso a los jueces y a la cárcel. Antiguos altos cargos de la Administración de Bush, con el vicepresidente Cheney a la cabeza, están saliendo en tromba a defender la legalidad de los interrogatorios reforzados, el eufemismo en el que se incluye todo el repertorio de técnicas de tormento, y advierten del peligro que supone para la seguridad de Estados Unidos tanto la publicación como la investigación sobre este tipo de interrogatorios. Todo esto, dicen, desalentará a los agentes de la CIA y a sus socios y colaboradores de los servicios secretos de los países aliados y amigos. Pero el argumento mayor, profunda y perversamente neocon, considera que Washington está renunciando a un arma disuasiva de primer orden para los terroristas y para cualquier enemigo actual o futuro: hasta ahora sabían que su Gobierno estaba dispuestos a hacer cualquier cosa, legal o ilegal, en nombre de su seguridad; a partir de ahora ya saben que es más vulnerable porque se impone límites a sí mismo.

La derecha da la culpa de todo eso a Obama. Alguna tendrá, sobre todo en la claridad de sus ideas y en la voluntad de aplicarlas. Pero no es toda suya, e incluso si toda hubiera sido suya no estaríamos donde estamos ahora: con un horizonte ciertamente lleno de nubarrones para los torturadores. Obama, de talante moderado y centrista, quiere resolver las cuentas pendientes, pero quiere hacerlo de forma controlada y evitando daños colaterales. La publicación de los memos sobre torturas no ha sido una decisión fácil; en sus palabras, "una de las más duras que he tenido que tomar como presidente". La culpa se reparte dentro e incluso fuera de Estados Unidos. La misma Administración republicana empezó a flojear en los últimos meses, cuando el propio director de la oficina legal de Bush, Steven Bradbury, autor de varios informes secretos, reconoció en dos de ellos que las opiniones sobre los interrogatorios, las entregas extraordinarias de detenidos a terceros países y la detención sin garantías "no debían ser consideradas como fuente de autoridad en ningún sentido". En varios países europeos, España entre los más destacados, se han intentado procesos legales contra los abogados de la Casa Blanca y otros funcionarios que autorizaron las torturas. Uno de ellos, Jay Bybee, actualmente juez de apelaciones, se ha convertido en diana de asociaciones de derechos humanos que propugnan su destitución. Otras asociaciones piden el procesamiento de médicos y psicólogos que ayudaron a realizar los interrogatorios. En el propio Congreso hay investigaciones en marcha sobre todo el caso. También Naciones Unidas está tomando cartas en el asunto, en la medida en que EE UU es firmante de las convenciones contra la tortura.

Aunque el presidente ha sido muy claro desde el primer día, no puede decirse lo mismo de sus colaboradores. Su jefe de Gabinete, Rahm Emmanuel, no quería saber nada de investigaciones ni procesamientos. El director de la CIA, Leon Panetta, no excluyó que en algún momento tuviera que pedir permiso presidencial para actuaciones excepcionales del mismo tipo. El director nacional de Inteligencia, Dennis Blair, admitió que las torturas habían arrojado resultados valiosos. Tampoco hay que olvidar que el Congreso -e incluso la actual speaker de la Cámara, Nancy Pelosi- fue informado de tales prácticas por la anterior Administración. La actual iniciativa de Obama tiene como efecto inmediato que ata las manos de quienes pudieran conservar el propósito de mantener alguna de las prácticas de dudosa legalidad de la anterior Administración, tal como le han reprochado explícitamente el ex director de la CIA, Michael Hayden, y el ex fiscal general, Michael Mukasey, en un artículo conjunto en el Wall Street Journal. Es un momento ciertamente decisivo, quizás el más crucial de los cien días, cuando el barco presidencial se dispone a doblar el cabo no de las tormentas sino de los tormentos.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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