Sant Jordi 1939, Farenheit franquista
Los libros catalanes desaparecieron en la primera Diada de la posguerra
La cola llegaba hasta la plaza de la República, rebautizada como plaza de San Jaime. Centenares de personas esperaban su turno para entrar en el Palau de la Generalitat, es decir, la Diputación Provincial. Así lo relatan las crónicas de periódicos que también habían cambiado de nombre. Hacía tres años, desde 1936, que la festividad de Sant Jordi, perdón, San Jorge, no se celebraba oficialmente. Pero el domingo 23 de abril de 1939, gracias al conde de Montseny -presidente de la comisión gestora de la Diputación-, la fiesta se incorporó al calendario del I Año Triunfal. Los visitantes, tras haber comprado la tradicional rosa en la planta baja del palacio y haber visto en el primer piso el mural pintado por Joaquim Mir que "los rojo-separatistas hicieron desaparecer", recibieron como obsequio dos postales. Las instantáneas retrataban el mismo espacio, la capilla de Sant Jordi del palacio. Pero mientras que una mostraba "aquel recinto tan querido por los católicos barceloneses" antes de "la revolución marxista", la otra fotografiaba su estado calamitoso tras haber sido convertida por los "rojos" en "cuarto de duchas". Por ello la misa institucional no pudo oficiarse en la capilla, tuvo que ser de campaña y se celebró en la avenida Diagonal, esto es, la avenida del Generalísimo.
"En esta feria el novelón ha sufrido un quebranto grave. ¡Ya era hora!"
En la lista de 'best sellers', 'Palabras del Caudillo' y 'Discursos de José Antonio'
No había transcurrido un mes desde el fin de la Guerra Civil, el trauma bélico seguía supurando y los barceloneses, en plena histeria franquista, vivían su particular Farenheit 451: aunque los libros catalanes no habían sido incendiados, habían desaparecido por completo. Enterrada en un agujero negro la cultura que había sido hegemónica en la ciudad, el vacío dejado por ella fue sustituido por hombres apenas conocidos. Ellos serían los escritores destacados de la Fiesta del Libro, que se alargó durante una semana, según decretó el Ministerio de Educación Nacional. Otra decisión oficial fue dedicar la fiesta a la "Lectura del Soldado". Creada durante la guerra y presidida por Carmen Polo, esta institución recaudaba dinero y libros para deleitar a los soldados que combatían o instruir a los que estaban hospitalizados, además de los donativos particulares.
Los libros, "útiles moldeadores del pueblo" -en palabras de Jaime Bonet del Río, ponente de cultura del Ayuntamiento-, serían punta de lanza de los nuevos tiempos. Debían condenar el pasado reciente, ensalzar el nacionalcatolicismo y apostar por un retorno imposible a los días imperiales. "Que los buenos libros ahoguen el mal hecho por los malos". "Libros nacionales. Esencia hispana escrita. En esta feria el novelón ha sufrido un quebranto grave. ¡Ya era hora!". "Se acabaron los tiempos de fácil embeleso ante todo lo extranjero. ¡Comprad libros españoles!". Con un 10% de descuento, podrían adquirirse en los stands que pusieron las librerías; en el de la Librería Francesa, perdón, la Librería General Española, o en el de la Catalònia, es decir, La Casa del Libro. Las autoridades los hojearon y constataron que al "pasar la tiranía roja" los puestos de venta habían "recobrado la dignidad, desaparecida para siempre la pobre literatura marxista".
Las novedades literarias fueron pocas y su precio medio oscilaba entre cuatro y seis pesetas. En la lista de best sellers no faltaron Palabras del Caudillo, la biografía de Franco escrita por Joaquín Arrarás, y Discursos de José Antonio. Una editorial recién creada, Destino, llegó a tiempo de publicar dos títulos: la antología José Antonio y Cataluña y Tribunales rojos vistos por un abogado defensor de Gabriel Avilés. Yunque, otra editorial nueva, se estrenó recuperando a Luys Santa Marina. Aquel literato arcaizante, de origen cántabro, se había convertido en protagonista de la vida cultural barcelonesa de aquellos días. Falangista de primera hora, su biografía del cardenal Cisneros fue publicitada así: "Por este libro, los tribunales rojo-separatistas de Barcelona condenaron a muerte a Santa Marina, capitán de las escuadras nacional-sindicalistas de Cataluña".
A través de la radio, Ignacio Agustí interpeló a sus colegas, los escritores catalanes: "Huyamos del suicidio colectivo. Cataluña se acercaba inexorablemente a su precipicio".
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