En los frentes de batalla
Ensayo. El golpe de Estado del 18 de julio de 1936 se inició bajo el signo de la violencia. Las directivas hablaban de un movimiento que tenía que ser extremadamente violento y que no debía retroceder en la matanza de cuantos ofrecieran la menor resistencia. Los primeros en caer fueron los militares que pretendieron que se respetara el orden legal. Cayeron hasta dieciséis generales. Luego, los rebeldes liquidaban a las autoridades adictas al régimen, y a cuantos se oponían a sus designios. El guión no iba mucho más lejos. Se trataba, como explica Jorge Martínez Reverte en El arte de matar, "de hacer triunfar el golpe en las principales ciudades", donde hubiera efectivos y oficiales afectos a la conspiración, para organizar después "una rápida marcha sobre Madrid" y rendir la capital.
El arte de matar. Cómo se hizo la Guerra Civil española
Jorge Martínez Reverte
RBA. Barcelona, 2009
364 páginas. 22 euros
Cuando todo empezó, ni las fuerzas rebeldes ni las que permanecieron fieles a la República eran gran cosa. El primer paso que dieron, unos y otros, fue dirigirse al extranjero para pedir ayuda. Franco obtuvo en la Alemania de Hitler sus primeros éxitos, mientras que las autoridades republicanas no sacaban gran cosa de los franceses. Pese a la virulencia de sus métodos, los rebeldes no consiguieron triunfar en todas partes, y el golpe se transformó en otra cosa. Dos movimientos marcaron entonces su estrategia: la opción de Franco por avanzar desde el sur hacia Madrid por Badajoz, y no por Despeñaperros, y la decisión de Mola de conquistar Irún y San Sebastián para cortar la posibilidad de relación entre la zona norte republicana y Francia. Las cosas cambiaron drásticamente cuando las tropas rebeldes no consiguieron conquistar Madrid en noviembre de 1936, a pesar de que el Gobierno había abandonado la ciudad dándola por perdida. El conflicto no iba a resolverse tan fácilmente.
¿Cómo se desarrolló la Guerra Civil en el terreno militar? ¿Cuáles fueron las estrategias de los estados mayores de ambos ejércitos? ¿Cómo combatieron los soldados y los oficiales, de qué recursos dispusieron sus mandos, qué voluntad los movía? Jorge Martínez Reverte se ha embarcado en ese desafío en su último libro: regresar a los frentes de batalla para volver a contar, tirando de la abundante información que conservan los archivos, los pormenores bélicos de la contienda. Como ya hizo en su trilogía sobre la Guerra Civil -La batalla del Ebro, La batalla de Madrid, La caída de Cataluña-, de nuevo sabe combinar la eficacia narrativa con la erudición para conseguir un relato que se sigue con pasión y que descubre aspectos poco conocidos de un conflicto sobre el que no se ha dejado de escribir. Lo más relevante, sin embargo, es lo que late detrás: el afán de desmontar algunos tópicos que se dan por válidos desde hace mucho, y que Reverte cuestiona desde la reconstrucción y la combinación de materiales poco frecuentados.
Lo que empezó con un mínimo guión de objetivos y procedimientos, y sin grandes recursos, se convirtió en unos meses en el durísimo enfrentamiento de dos ejércitos que habían recurrido a las potencias extranjeras para dotarse de medios. Lo que estaba pasando en España no era un mero problema de orden público interno: era una guerra internacional. El Estado republicano, que se desmoronó tras el golpe de julio de 1936, se llevó por delante en su caída a las tropas que debían defender la legalidad al licenciar a sus soldados. Hasta el 10 de octubre de 1936 no apareció el decreto de creación del Ejército Popular de la República.
La Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini facilitaron armas y tropas a Franco y la República acudió a la Unión Soviética de Stalin para comprar material con el que defenderse. Francia y el Reino Unido se desentendieron del conflicto a través del Comité de No Intervención, cuyas medidas se saltaron las potencias citadas para participar en ese laboratorio en el que se probaban las armas de la guerra que se avecinaba. La posibilidad de que ésta estallara formó parte de la estrategia de la República: tenían que resistir hasta que la relación de fuerzas internacional se decantara hacia su lado. Pero lo que muestra Reverte es que también Franco tomó muchas de sus decisiones militares más polémicas, como la de detenerse en Lérida y no seguir hacia Barcelona en abril de 1938, no tanto por prolongar la guerra para exterminar con mayor eficacia a su enemigo sino por el temor a que Francia, viéndose amenazada, decidiera intervenir. No era una posibilidad remota, explica Reverte, y Franco prefirió no tentar la suerte.
El otro motivo que condujo a que la guerra se prolongara, a pesar de la manifiesta superioridad franquista después de la conquista del Norte, fue la existencia de ese Ejército Popular, que se negó a darle facilidades y que buscó, una y otra vez, tomar la iniciativa para desbaratar los planes de su rival. Muchas veces, como en la batalla del Ebro, con ofensivas que desgastaron a sus propias fuerzas en un esfuerzo bélico que terminó por revelarse inútil.
Más información sobre los setenta años del fin de la Guerra Civil en el blog El rincón del distraído.http://blogs.elpais.com/el_rincon_del_dis traido/
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