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Columna
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Un peligro

Juan José Imbroda, presidente de Melilla, se ha encadenado sentimentalmente a una estatua de Franco gritando que no se la lleven o que, si no hubiera otro remedio, la trasladen a un museo (¿al de los horrores?), a un acuartelamiento, a una academia, no sé, a algún sitio donde se encuentre a gusto y pueda realizarse como estatua, ya que la pobre no aspira a otra cosa. La dichosa estatua es la única del Caudillo que queda en España, donde llegó a haber centenares o miles, pues se reproducían como ratas. Cuarenta años a ese ritmo reproductivo dan mucho de sí, tanto que se necesitaron otros treinta para exterminar la plaga, que incluía todas las variedades, desde la ecuestre (donde el animal era el que estaba encima), a la sedente, la propia o la oferente. La riqueza afectaba asimismo a los materiales, pues se usó de forma indistinta la piedra, el bronce o el hierro. En Santander había hasta hace poco una esculpida enteramente en caca de paloma.

Las imágenes fueron desapareciendo poco a poco porque a la gente le daba como apuro rendir homenaje a un asesino del calibre del Generalísimo. Eso lo comprende hasta Imbroda, militante del PP (partido que todavía no ha condenado la dictadura), y por eso mismo, porque lo comprende, ha argumentado que la estatua de Franco a la que él permanece sentimentalmente encadenado corresponde a su etapa de comandante, en la que aún no mataba tanto como cuando lo ascendieron a general.

Es listo este Imbroda, no me digan que no. Viene a ser como si repudiáramos al Hitler adulto, pero siguiéramos encariñados con el bebé. ¿A quién hizo daño aquel rorro mofletudo? ¿A quién molestó el pequeño Jack el Destripador? Sólo apreciamos en esta maniobra retórica un peligro: que en las ciudades donde gobierna el PP se empiecen a levantar, con tal coartada, estatuas de Franco de primera comunión.

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